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Hace unos días se celebró el aniversario número 30 del terremoto de 1985, que de una u otra manera marcó un parteaguas, en muchos sentidos, dentro de nuestras costumbres y la forma de entender eso que se llama protección civil. Ni hablar del despertar de la sociedad civil. ¿Dónde estabas ese 19 de septiembre a la hora del temblor? La autora nos cuenta su historia.

 

 Mago Rodríguez

 

Dicen que cuando puedes poner en palabras las cosas, las haces más reales: Objetos, lugares, sensaciones y todo aquello que pasa a tu alrededor, cuando lo puedes trasmitir en un lenguaje, lo vuelves tangible. Desde niños aprendemos palabras; protectoras como “mamá” y “papá”; mágicas como “por favor” y “gracias”; y comerciales como “Coca”.

Duda, curiosidad, o sorpresa, son algunas de las cosas que nos llevan a conocer más y más palabras. La duda fue lo que me llevo a mí a conocer la palabra “sexo”,  aquel sábado en que asalté a la catequista con un interrogatorio en relación a la famosa manzana que Adán y Eva comieran y por lo que los expulsaran del Paraíso. Preguntando el por qué no optaron por cortar el árbol, o dejarlo secar, o tal vez simplemente cortar la flor para que nunca diera fruto.

La catequista, con solo 15 años, no encontró más respuesta que decirme que la manzana era una metáfora del “sexo”, que Adán y Eva tuvieron sexo sin antes casarse y por eso fueron castigados, expulsándolos del paraíso. Por eso, debía yo esperar hasta casarme como Dios lo manda para hacerlo. Lo más probable era que la palabra ya la hubiera conocido, pero tal vez no reparé en ella hasta ese sábado en el catecismo.

Hay otras  que se presentan de sorpresa, te arrebatan la tranquilidad y hacen que su presentación sea inolvidable. Como la de un jueves por la mañana que me levanté con ganas de ir al baño, eran alrededor de las siete de la mañana. Mi prima, que por aquellos años vivía con nosotros, se estaba bañando para ir a su trabajo (Yo no tenía a qué madrugar, pues a la escuela iba por la tarde), pero la vejiga había hecho su llamado y nunca es sano hacer oídos sordos.

Vivimos en el sótano de un edificio de tres pisos, del que mi padre era  conserje, por lo que muy temprano se levantaba a recoger basuras, pulir pisos y tener todo listo para la entrada de los inquilinos a las 8:00. Mi mamá también madrugaba: ella hacía los aseos de dos oficinas del segundo piso. Por lo que a esa hora en la casa solo estábamos mis dos hermanos dormidos, mi prima que se estaba bañando y yo, que me había levantado por las ganas de ir al baño.

Cuando mi prima se vino a vivir con nosotros, mis padres decidieron dejarle mi cama para dormir. Como toda bien avenida familia, vivíamos en un autoritarismo matriarcal, por lo que se dispuso que yo pasara a dormir a la cuna de mi hermano menor. ¡Sí!, ¡a la cuna!, leyó usted bien.

Resulta que yo, a la edad  8 años, cabía cómodamente en la cuna de mi hermano de 3, el cual ya había quebrado uno de los soportes por brincar en ella. Después de repararla y analizar el peso y estatura de sus hijos. Mi madre concluyó que ya era hora de comprarle una cama  a mi hermano menor, dejar que el mayor siguiera durmiendo en la suya y pasar a su única hija a la cuna.

Recargada en la cabecera, esperaba pacientemente que mi prima terminara de ducharse. La regadera se escuchaba claramente al igual que la canción de Tu cárcel que entonaba. Fue en ese momento que la cuna empezó a brincar: primero fue como un pequeño movimiento, luego se hizo más intenso, al tiempo que caían los frascos que se encontraban sobre el buró.

Salté los barandales pero ahora era el piso el que brincaba, nunca en esos 8 años de vida había vivido algo semejante, nunca nadie me habían movido el piso de manera literal.

Asustada, corrí al baño y le toque la puerta a mi prima, que respondió en voz alta:

-¿Quién es?, ¿qué pasa?

-¡Dora: me están moviendo el piso!, respondí con voz temblorosa, con el llanto atorada en la garganta. Ella salió envuelta en la toalla, con lo ojos pelones estiró su brazo derecho y me jaló hacía ella. Las dos, inmóviles, nos quedamos en el arco de la puerta del baño viendo cómo el colgante de payasito en columpio se mecía vigorosamente. Crujidos de vidrios y el crash que hacían las patas de las camas con el tambaleo, eran los únicos sonidos que se escuchaban.

Fue en ese justo momento que mi prima me presentó la palabra. Sus labios la emitieron en un tono de alarma:

-¡Está “Temblando”, Dios Santo, está “Temblando”!

Nosotras no nos movimos del arco de la puerta del baño; entre más se sacudía el piso, más se aferraba mi prima a mí, hasta que llegó el momento en que su brazo derecho, que se encontraba estrujándome el cuello, hacía que me faltara el aire y fue cuando rompí mi silencio y solo pude decir:

-¡Dora: me estás ahorcando!

Y  justo cuando el piso dejo de moverse, mi prima retiró su brazo y nos tiramos al suelo, inmersas en carcajadas.

No paso mucho tiempo, para que mi mamá bajara desde el segundo piso por las escaleras y mi padre hiciera lo mismo, pero desde el tercer piso. Despertaron a mis hermanos y salimos de casa. Así fue como el 19 de Septiembre de 1985 conocí la palabra “Temblor”.