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Aunque en Guadalajara, por lo regular, siempre tenemos un temporal de lluvias abundante, hay años en los que la naturaleza parece ensañarse. 2015 quedará marcado como un año de inundaciones y tormentas, muy a pesar de lo que pronosticaban los meteorólogos hace unos meses.

David Izazaga

Vives en una ciudad en la que, a partir de que caen las primeras gotas de agua de un temporal que no durará más de cuatro meses, el tema de las lluvias se convertirá en punto de partida para historias, en el tema de conversación en camiones, taxis y mercados y en varias primeras planas de los periódicos locales.

La lluvia no deja llegar a las personas a sus citas o a sus trabajos, o en el mejor de los casos les da pretexto para su llegada tarde; la lluvia crece y ya mayor de edad se siente con derecho de entrar a todos lados: por lo regular escoge las casas más fregadas en los fraccionamientos más pobres de la ciudad y echa a perder las camas baratas y los colchones de segunda. Pocas veces se le ha visto inundar fraccionamientos lujosos, de esos que están dentro del coto de un coto. Quizá porque la entrada ahí es exclusiva y se complica si no traes identificación oficial.

El dinero que se esfuma como el agua

Sales de tu casa y comienza a lloviznar. Ni modo: hay que tomar un taxi, porque aunque traes el paraguas, hace aire y a la oficina llegarías ensopado. No tarda ni un minuto en pasar uno. El chofer se comporta extremadamente amable: casi te exige que hagas hacia atrás el asiento, quiere que vayas cómodo y antes de que él comience a contar la historia que está a punto de desgranar le indicas que vas a sólo unas cuadras de ahí, a quince, para ser exactos. Y como si le hubieras mentado su madre, el taxista endurece sus rasgos, frunce el ceño y acelera. No hay historia qué contar (bueno, a decir verdad sí la habrá, pero no será él quien la cuente). Sólo hay lluvia y gente que busca taxis. El chofer quizá soñaba con una dejada al aeropuerto o de menos a la Central a la que le dicen “nueva”, pero que ya está vieja. Pero no: es una dejada por la que el taxímetro marcará con trabajos 18 pesos.

Llegas a tu destino y le preguntas cuánto es, sabiendo que te cobran veinte o veinticinco pesos. Y el taxista, con la autoridad que le da su posición, te dice que son 40. ¡40! Nunca te habían cobrado eso, es más del doble de lo que marcaría el taxímetro. Pero no lo puso. Y tienes prisa y flojera de ponerte a reclamar y buscar una patrulla de tránsito. Así que mientras te contienes y piensas cómo reaccionar, sacas los dos billetes de veinte de la cartera y se los das, ya bajándote del auto. Y es entonces cuando, antes de cerrar la puerta, desde la seguridad de la banqueta, le dices: “Esta es una dejada de no más de veinte, le voy a pagar los cuarenta, nada más porque tengo la seguridad de que antes de que llegue otra lluvia, el dinero se le haga agua”.

No sabes de dónde se te ocurrió esa frase, deseo o sentencia, pero te salió del fondo del corazón. Por la tarde, mientras ves a través de la ventana de tu oficina que vuelve a llover, tienes la certeza de que tu venganza está consumada. Y sonríes. Y sonríes más porque ya existe Uber.

Los rápidos de Guadalajara

La imagen de un hombre al que se lo llevó la corriente del agua, arrastrándolo por toda la calle como si fueran Los Rápidos de Veracruz, te persigue desde que la viste en Youtube. Pero no se trataba de ningún deporte extremo, ni era Veracruz, sino una calle en Tonalá.

Te vienen a la mente aquellos años ochenta en casa de tus primos que vivían por Plaza del Sol. Su casa estaba en la calle de Popocotépetl, unas tres o cuadras arriba de López Mateos. Cuando se venía la tormenta fuerte, ya sabían que había que preparar los salvavidas. Los salvavidas eran unas cámaras de llantas gigantes negras. No tardaban en formarse los ríos que comenzaban a bajar y eran cada vez más copiosos. Muchas veces terminaba ya de llover, pero los ríos de agua seguían como si de cuadras arriba pipas enormes dejaran salir el agua a chorros (de mi tía Carmen “La Revolucionaria” es la frase que reza: “en Guadalajara se mea un perro y se hacen los ríos en las calles).

Y entonces se montaban en los salvavidas y se dejaban llevar por la corriente hasta llegar a la lateral de López Mateos, que no era lo que es hoy, por supuesto. Y ahí estaba la boca de tormenta, que se llevaba todo, menos a tus primos que ya sabían cómo poner los pies llegando a la coladerota,  para correr luego calle arriba y volverlo a hacer. ¿Carros? Era muy raro que pasaran por ahí. Menos cuando llovía como llueve.

Por eso no se te hace nada disparatada la historia que contó el doctor Miguel: que por ahí de los años cincuenta, hacían exactamente lo mismo (sobre las cámaras de llantas), pero bajando por la que hoy es López Cotilla, desde lo que hoy es Pérez Verdía, pero entonces era Tepic, hasta Chapultepec (antes Lafayette).

La historia de Guadalajara no sería la misma sin sus lluvias.