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Las prisas… ¿quién no anda viendo el reloj, desde la cama y hasta antes de llegar a trabajar? Todo se convierte, desde que despertamos, en una carrera contra el tiempo, en un ir y venir y en un juego de azar contra distintas circunstancias… ¡Rápido, lean!

 

Priscila Macías

Salir diariamente a las apuradas es algo que me compone y me mira desde adentro con un gesto de: ‘te-lo-dije’, todo gracias a las secuelas que me ha dejado ser una optimista del tiempo. Siempre he creído que me bastan 30 minutos para estar lista y lo de diario: 7:45 am y restriego mis pestañas que, como persianas le abren paso al sol, miro de reojo el reloj y aún hay tiempo, siempre hay tiempo, y me regocijo de nuevo como ave en su nido entre mis cobertores rosas.

Hace unos días un grito alarmado me despertó de mi pausa soñolienta. Era mi madre: “¡Tienes 15 minutos para salir! ¿O no vas a ir hoy?”.

Desenfundé mis energías y elegí a tientas qué ponerme, di vueltas a todo el grifo de agua caliente y a unos chorritos de agua fría: 3 minutos; no canté bajo la ducha, lavaba mis dientes. Me guardé entre los párpados las lentillas y todo mi alrededor ya era en HD, abrí mi arsenal de pastillas y tragué automáticamente las mismas cinco de siempre, me ensarté la bolsa de tuppers en el hombro y partí carrera con los cabellos escurridos, rogándole a cronos alcanzar el tren de las 8:35 am.

Y es que ir hasta la estación 18 de marzo es casi una carrera de obstáculos sobre mis tacones del diez. Me fui a paso veloz, como los caballos, sin mirar a los lados y sentí cómo los minutos se diluían al responderle el saludo a la vecina de grandes lentes y cabello gris, porque soy como una cajita para el desahogo de sus penas, salté banquetas levantadas por las raíces de los árboles y rodeé la casa verde para que no me ladren los tres schnauzers que se creen de pelea, logrando con ello torear a los coches que no respetan las vueltas con flecha y ya no hubo tiempo, no crucé hacia la estación por el puente.

Hurgué mi cartera mientras un puño de personas no pasaba más allá de la raya amarilla del machuelo, pero llegó el tren y abrió sus apretadas puertas: no había paso, sólo espaldas y muecas de apretujamiento dentro de los vagones. Ése era mi tren y yo no encontré a tiempo un par de monedas para pagar con la cantidad exacta. Se me cayó la cara en un puchero, esperé 6 minutos más y los vagones estaban con menos aire que el anterior. Hice gala de mi tamaño petite y entre arremangados y arrempujados me refugié en una esquinita donde al cerrar las puertas, mientras veía máscaras desencajadas que se quedaron en espera de otro viaje.

Según ‘San Confusio’ (personaje que dio fama a una concursante a reina de belleza, por haber dicho que él era quien había inventado la confusión), entre estación y estación hay de 1 a 2 o hasta 3 minutos; mi recorrido siempre es de nueve estaciones y al hacer cálculos, me da el tiempo ideal para maquillarme rumbo a mi trabajo. Me envolví en el tubo más cercano para no caerme, saqué mi kit de pinturas y comencé a circular la brocha gorda a la altura de mis pómulos, la chica de enfrente me ganó en el arte de delinearse los ojos mientras el tren seguía en movimiento ¡sin espejo! “Las mujeres que conocemos nuestras facciones no necesitamos de uno”, pensé.

Última parada: Ávila Camacho. Salimos en estampida como si el primero que llegara fuera a recibir herencia, 7 minutos restan en el reloj. Lo que camino en 12 minutos, no lo puedo reducir a 420 segundos, alcé la mano: taxi. Derecho, a la primera cuadra a la derecha hasta donde topa, a la derecha y otras dos calles, en la esquina. Pagué 20 pesos y me quedé sin mi café moka del día.

Llegué con el pecho saltante y brotes de sofoco, consciente de que sin la rapidez del tren y el olor a llanta quemada del taxi, aquella consigna de que “si fueras repartidora de pizzas, las entregarías crudas o quemadas: pero nunca a tiempo”, se haría realidad.