davidLaMonjera

El autor de la siguiente crónica vivió muchos años en la Colonia Americana, colindante con la Lafayette. Estas tres estampas de situaciones vividas ahí, podrían ser las de cualquier otro habitante de la ciudad, en cualquier otra parte. Como ya se ha dicho, se trata de ejemplificar –con una historia–  lo que sucede en todas partes: dicho de otra forma, lograr una metáfora de lo que sucede en toda la ciudad.

¿Alguien tiene una historia así?

David Izazaga

 

 

Juamski

Juamski parecía la viva imagen de El Yeti “el hombre de las nieves”. Sólo que luego de hibernar unos catorce años: flaco, alto, encorvado pelo y bigote cano y un cigarro, siempre un cigarro encendido, así fueran las seis de la mañana o las doce de la noche. Llegamos a pensar que un día iba a morir quemado en su colchón por culpa de esa colilla encendida que parecía uno más de sus dedos.

Juamski vivía debajo de nosotros: más precisamente, nosotros habitábamos en el departamento que estaba arriba de su casa. Aún más precisamente: aquella era una casa antigua, grandísima, a la que habían dividido en cuatro partes para convertirla en una especie de conjunto habitacional, pero a partir de una sola casa. De ahí que los “departamentos” tuvieran una muy extraña distribución. Y de ahí también el extraño asunto de que las únicas ventanas de nuestra recámara dieran a un cubo de luz en el que abajo se encontraba la cocina de Juamski. Cuando nos acostábamos a ver el noticiero, a punto de dormir, Juamski acostumbraba gritarle a su familia: “¿Van a querer los huevos con chorizo?” Cuando la respuesta era afirmativa, Juamski se ponía a cocinar los huevos con chorizo y hasta cantaba y hacía bromas. Cuando la respuesta era negativa se ponía de pésimo humor y de todos modos cocinaba los huevos con chorizo (muy probablemente sólo los suyos) y entonces se ponía a gritar y a maldecir por cualquier nimia cosa a todos y cada uno de los integrantes de su familia. Durante siete años siempre conciliamos el sueño con el olor del chorizo frito.

Los primeros años juraba que, a causa de la ingesta de chorizo diario -¡y por las noches!- Juamski moriría de exceso de colesterol en las venas. Pero al parecer la vida es incoherente, pues todavía hace unos días lo vi, “vivito y coleando”, agarrado de su colilla de cigarro como si de ella dependiera su vida.

 

Las Monjas

La parte de atrás de nuestra casa daba a una enorme finca. No había que hacer mucho esfuerzo para observar un gran patio arbolado, con matorrales y macetones en el que bien hubieran cabido al menos dos canchas de voleibol. Al fondo se veían unos grandes ventanales, lugar por el que se entraba (o salía, depende la perspectiva) a la casa. Esa gran finca albergaba a un puñado de monjas a las que se les veía muy poco, excepto cuando dos o tres veces al año organizaban una especie de retiros espirituales con puras niñas de entre diez y quince años a las que les ponían unas faldotas que les llegaban a los tobillos y a las que encerraban durante un fin de semana largo que iba del viernes al domingo.

Pasaron años sin que tuviera noticia de las monjas de esa casa, fuera de los gritos de las niñas durante el recreo de los encierros espirituales. Hasta que un día, tocaron a la puerta, abrí y vi a una de las monjas que muy seria sostenía con sus deditos santos, pulgar e índice, una bolsita negra. En esos segundos que pasaron entre que ella dijo lo que dijo y yo quedara petrificado, lo único que pensé fue que estaba ahí para obsequiarme algo. La imaginaba diciéndome: “queremos de alguna manera agradecerle que tolere los gritos de nuestras niñas invitadas y le hicimos estas galletitas”. Pero no, la monja, muy seria, mientras estiraba su mano para darme la bolsita y yo la agarraba, me espetó: “Esto es de su perro. Parece que alguien ha estado echándolas a nuestro patio”. Y se dio la media vuelta para irse.

Juro que en ese momento no entendí  nada. Y mucho menos cuando abrí la bolsa y vi que lo que contenía eran cacas de perro. Muchas. Secas. Sí: la monja había tenido el mismo cuidado que seguramente tiene para procurar el bien al prójimo, ahora para recolectar las cacas de mi perro en una bolsita, salir de su casa, dar la vuelta a la esquina, subir las escaleras y -en lugar de bendecirme, llena toda de gracia- devolverme las heces de mi mascota.

Subí al lugar donde vivía el perro para tratar de explicarme lo que sucedía, pues no me imaginaba a alguien aventando las cacas de “Benito” al otro lado, nomás, por deporte.

Y, efectivamente descubrí el misterio: existía, oculto en una esquina, un bajante que  enviaba el agua desde mi azotea hacia el patio de la casa de las monjas. En tiempo de lluvias el agua arrastraba todo a su paso –incluidas las heces de “Benito”- e iban a parar a las jardineras de esa casona santa. Sucedió que de repente ellas quitaron las jardineras para ganar espacio en su patio y todo lo que bajaba desde mi azotea iba a dar allá.

Las monjas pudieron ir a hablar conmigo y pedirme que solucionara el problema, pero en cambio llevaron a cabo una acción que, según yo, les acarreará, tarde que temprano, un castigo divino.

Dios quiera.

 

El rottweiler

Junto a la casa de las monjas hay otra finca de dimensiones espectaculares. Muy posiblemente cubra poco más de un cuarto de manzana. Nadie sabe a ciencia cierta  de qué clase de oficinas se trate, pero al parecer han de guardar ahí las perlas de la virgen o quizá al mismísimo Cristo crucificado, porque en el día hay un par de vigilantes y en las noches le quitan las cadenas a un perro rottweiler  que pasa el día dormido.

El lindo perrito está allá, a lo lejos, hasta tierno se ve, pero apenas logra divisar que alguien va a pasar por la banqueta y, como toro de lidia tras el capote rojo del torero, se deja venir a gran velocidad hasta la breve barda con reja que separa a la finca de la banqueta.

Dije “como toro de lidia se deja venir” y hablé de una “breve” barda con reja porque ambos elementos son harto importantes para la historia. El méndigo can no hace ruido cuando emprende la carrera, no ladra, diría que hasta se viene por el pastito para que no se escuchen sus pisadas. De manera que el peatón, la mayoría de las veces, no advierte el peligro y aquí es donde interviene el segundo elemento: la bardita y reja que separan al can de la banqueta mide menos de un metro, así que, si alguien va muy pegado al lado contrario de la calle, la boca del chucho terminará muy cerca de su oreja.

Durante los varios años que pasé por esa casa, si era de día veía al perro ahí, al fondo, dormido, sin inmutarse de lo que sucediera a su alrededor. De noche, en cambio, era la fiera acechante. Yo logré, con el paso de los años, a controlar mi miedo, a saber en qué cuadrante de la banqueta podía caminar sin correr peligro, a dominar el arte de ignorar al chucho, de convertir su teatro particular en un artificio de salva.

Mi diversión entonces consistió en observar a desconocidos incautos hacer toda clase de desfiguros, cuando caminaban por la banqueta y a unos cuantos centímetros la boca de un rootweiler los hacía brincar, correr, maldecir. Era como disfrutar de esos videos de gente que se asusta, pero en vivo y para mí solo.

Hace años que no paso de noche por ahí, no sé si el chucho siga haciendo de las suyas. Cualquier noche de estas pasaré por ahí a saludarlo.