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No hace falta más que echarle un ojo a cualquier oficina, no importa si es pública o privada (aunque sin duda proliferan más en las oficinas públicas) para encontrar cientos y cientos de historias como la de Pilla. La rutina, la burocracia… los días que son iguales, salvo por algún detalle extraordinario, que casi nunca ocurre.

 

David Izazaga

Faltan dos minutos para las ocho y Pilla conduce su camioneta como si no hubiera mañana. Pero lo hay. De hecho hay un mañana igual a este todos los días y lo ha habido al menos los últimos 27 años para ella. Igualito. O casi igualito.

Todo eso va pensando Pilla mientras hunde el pie en el acelerador. Lo que hace en cuanto llega a su oficina es tocar base, es decir: estacionar en doble fila su camioneta, bajarse corriendo hasta el reloj checador y hacerse presente antes de que pasen los minutos de tolerancia para que le pongan retardo. Y no es que a ella le guste ser impuntual, pero tres retardos equivalen a una falta y eso significaría un descuento en su cheque quincenal que no desea.

Antes que Pilla hay otras compañeras más, a las que saluda de rapidito, porque ahora tiene que ir a buscar lugar para estacionarse, asunto que suele convertirse en una pesadilla, porque como hay cientos de “Pillas” buscando hacer lo mismo, los espacios –pocos, hay que decir– están muy peleados. Tan peleados que han surgido ya muchos personajes que, dándose cuenta de ello, llegan tempranito con un puño de cubetas y botes y se ponen a apartar espacios que luego rentan a los desesperados conductores.

Pilla ya tiene a su consentido y hasta a veces le deja la llave para que también le lave su camioneta por dentro, al menos una vez a la quincena.

No importa que sean más de ocho y media, Pilla ya se quitó el pendiente de la checada. Ahora la rutina exige ir a saludar a cada una de sus compañeras de oficina y ponerse al tanto de lo acontecido a cada quién en las pocas horas que han pasado sin estar juntas.

Cuando ya pasan de las nueve, es hora de prender la computadora. Luego hay que ir por el café. Esa rutinita le lleva al menos media hora, pues va cafetera en mano a llenarla de agua. Para eso debe subir unas escaleras y platicar con varias compañeritas de trabajo. Una de ellas vende unos productos alimenticios buenísimos, de manera que le hace un pedido, porque la verdad se ha sentido muy bien y una amiga le ha dicho que la creatinina no debe faltar en su dieta diaria.

Cuando regresa se da cuenta que ya no hay café: hay que ir al almacén. Deja el agua y toma un papelito para hacer la requisición. Don Abel, el del almacén, es un tipo regularmente callado, pero con Pilla sí habla porque ambos entraron a trabajar ahí casi al mismo tiempo. Pilla regresa con el café y con el pendiente de traerle mañana a Don Abel boldo, para que se haga un tecito.

Pilla pone el café y se da cuenta que ya llegó el carrito de la fruta. Sale como salen varios. Se arma la chorcha de nuevo y el tema es lo caro que está el limón. Pilla pregunta si está dulce el melón, porque se ve muy pálido. Finalmente opta por la que no falla: jícama, naranja y pepino.

Ya pasan de las diez y mientras come fruta y da sorbos al café, revisa su correo. Y se acuerda que tiene que ir a hacer unos depósitos al banco. Le avisa a Chayito que ahorita viene, que si no se le ofrece nada de la calle. Y a Chayito sí se le ofrece una coca y unas galletas.

Es casi medio día cuando vuelve. Chayito le reclama: que si ha sabido que se iba a tardar tanto mejor hubiera ido ella al Oxxo. Pilla le cuenta que tuvo que ir a pagarle la lavada al señor que le cuida el carro y que al llegar se acordó que traía ahí ropa para la plancha y unos zapatos a los que le hacía falta ya que le cambiaran las tapas. Y pues de una vez. Y luego harta gente en el banco.

Pero ya quedaron todos los pendientes del día. Hay que trabajar. Pero muchas veces puede uno tener las mejores intenciones y el mundo decide conspirar en contra: se ha ido el internet. Es lo que le dicen sus compañeras. Así nomás: se ha ido. Como si fuera una persona. Y como en esa oficina –como en muchas ya- no se puede trabajar si no hay internet, pues qué hacer.

Lo bueno es que ya es casi la una y media y pues ojalá y llegue, porque las cosas no se hacen solas. Pilla aprovecha para hacer algunas llamadas telefónicas mientras acomoda las cosas que están encima de su escritorio.

Llega el técnico y le mueve a todo lo que le puede mover para venirse a dar cuenta, ya cerca de las dos, que se trata de un problema “de afuera”. Hay que llamar a la compañía que los provee, pero como es viernes ya, quien sabe y ni vengan.  Pero sí llegaron. Y arreglaron la falla. Pero son casi las tres, hay que ir a checar salida y correr a la camioneta de nuevo para ir a comer a casa. Salir de ahí, de ese engorroso y rutinario trabajo del que ya está harta. Al menos por hoy. Lo bueno es que siempre hay un mañana esperanzador.