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Quien nunca haya tenido un problema con ratas en su casa, que aviente la primera… rata. En esta crónica el autor se enfrenta ante ese hecho común de tener que lidiar con esos peludos roedores y a la vez con su realidad y su pasado. El pasado puede a veces ser esa rata que te observa sin que te tú te des cuenta.

 Moisés Navarro

Las pinches ratas habitaron la casa: el abandono las hizo acreedoras a ella. Ya había tenido pláticas con mi padre de recuperar esa casa, dijo que sí pero no se animó a hacerlo.

Mi abuelo abandonó el rancho, dejo de ir porque a su nueva novia no le gusta el polvo y el muy mandilón necesita estar pegado a ella todo el tiempo. Su tercera -o cuarta- adolescencia lo tienen ciego y el rancho, junto con la casa de descanso, quedaron a su suerte.

Las primeras ratas que llegaron ahí fueron humanas: se llevaron todo el cable de luz, las escopetas, un par de televisiones viejas que al apagarse mantenían un punto de luz en el centro de la pantalla; se llevaron los cazos de cobre, destruyeron el cableado del interior de la casa, cagaron y orinaron; tiraron todo. Para ingresar a la casa se mantuvieron escondidos en la milpa que sembró el señor que en ocasiones cuida ahí. Cuando vieron solo, salieron, tiraron los ladrillos junto de la puerta e ingresaron. Después se repararon algunos daños, se limpió, se sacaron las pocas cosas con cierto valor que quedaron y otra vez el lugar quedó abandonado.

Después, visitas efímeras: la puerta se volvía más dura de abrirse, la fosa séptica terminó por colapsar y abrió un paso seguro para las alimañas. La taza del baño se llenó de residuos, el papel sanitario estaba regado y hecho pedazos, la terraza apestaba a orina de ratón, la borra de los colchones estaba regada por todos lados, como si estos caminaran por las noches y a cada paso se desintegraran.

En alguna ocasión mi amigo Antonio y yo caminamos entre las colonias que están ubicadas entre la Carretera a Zapotlanejo y la autopista libre a Zapotlanejo. Estuvimos haciendo un estudio urbano. El desarrollo habitacional era (o sigue siendo) un completo fracaso. Para bajar del paso peatonal de la autopista al desarrollo había que descender por una loma demasiado empinada sin camino formal, sólo había veredas hechas por los caminantes y estas rodeaban la maleza. A partir de ahí todo estaba infestado de roedores. Los escuchabas meterse en la hierba, los veías de reojo, los sentías encima, luego creías verlos pero no era nada.

Todas las casas abandonadas o que no se vendieron tenían la hierba alta. Una plaza comercial sin ningún local en uso tenía maleza y grietas en el suelo y en las paredes.  Un fraccionamiento fantasma y dos o tres personas caminándolo y Antonio y yo como observadores. A cada paso las ratas se iban ocultando, las sentíamos en nuestros pies, así que metí mis pantalones adentro de mis calcetines aunque me viera ridículo. Sí alguna rata fuera a trepar sobre nosotros que lo hiciera sobre Toño, por andar llevando bermudas. Comenzamos a pisar fuerte, habíamos dañado el flexómetro y sacamos toda la cinta y la movíamos con energía para que nos fueran escuchando. Un par de vaqueros sonando sus pistolas para alertar a sus enemigos.

Recordé una anécdota que me contó mi padre: Su casa de infancia colindaba con un baldío y las ratas carcomían el cemento o el ladrillo y terminaban por meterse a las recámaras. Las gallinas presentaban mordeduras. Pinches ratas fantasmales. Cuando las luces se iban, él sentía y escuchaba una rata caminando sobre la pared y los ojos rabiosos y rojos clavándose en su rostro. Y la cobija delgada no era suficiente para cubrirlo. De vez en vez, él o alguno de sus hermanos presentaban mordeduras en la nariz. “Mata esa rata, Guillermo, Arturo no puede dormir”, le dijo mi abuela a mi abuelo. Entonces sacó su lámpara de cazador (una lámpara que se ponía en la cabeza, como de minero) una pistola calibre 34, colocó a Arturo sobre su espalda, miró el recorrido de la rata, la midió, y disparó mientras esta caminaba sobre la pared como si fuera Drácula. Cuando escuché esa historia le creí a mi abuelo que sí era bueno para cazar.

Eché aflojatodo en el cerrojo y en la llave. Mi papá me dejó el camino libre para limpiar la casa y sacar todo lo que hiciera nido. No se animaba a deshacerse de los tiliches. Yo nunca les tuve cariño. Abrí y todo estaba oscuro, el olor era ácido, las paredes desprendían polvo. Los sombreros de charro que colgaban sobre la pared estaban en el suelo y mordisqueados. Abrí la habitación donde dormíamos y estaba demasiado tétrica, así que decidí iniciar por otro lado. Abrí la habitación destinada a mi abuelo. En esa  habitación vi la final de vuelta del Toluca- Atlas. Estaba demasiado tenso ese día: venía la tanda de penales. Me recargué sobre la puerta. El Perro Bermúdez se calló la boca. El Jerry Estrada tomó vuelo. Moví la puerta y sonó horrible. Fue como si el sonido de la puerta hubiera distraído al Jerry y por mi culpa el muy güey falló el penal. Me fui corriendo a chillar al último cuarto, dónde mi tía Lupe me abrazó hasta que mis sollozos fueron disminuyendo. Ahí decidí comenzar la limpia.

Le di una patada  a la puerta para abrirla (como si fuera muy intrépido), di golpes con una escoba y no salió nada. A mi abuelo se le ocurrió hacer las bases de la cama de cemento. La borra abundaba por todas partes, los colchones estaban por completo destruidos. Respiré hondo, tomé la escoba como los porteros toman los palos de hockey (tomarla como espada hubiera sido más ridículo) respiré hondo y moví el colchón. Nada. Lo volví a mover de nuevo. Nada tampoco. Lo moví para tirarlo y di un brinquito medio chistoso para atrás. No salió nada. Tiré los cojines y fui arrastrando todo con la escoba hacia afuera de la casa. Tomé mis guantes y eché todo a una alberca inservible para ponerle fuego a las cosas y así poder contenerlo. Repetí la operación con los otros dos colchones (incluido el brinquito). Mis tías, a modo de ropero, pusieron un par de tablas amarradas con cadenas y dejaron ahí su ropa, pijama, sábanas y fundas. La madera casi se rompía por vieja, por el tiempo y por la humedad. Desamarré una cadena y cayó la ropa. En ese momento salió un ratonón y comenzó a dar vueltas, yo pegué un pinche brincote y salí del cuarto. Después respiré (no sé porque en ese momento imaginé  que una canción de Raphael sería adecuada para musicalizar el momento). Di señales de mi entrada, alcé la escoba en alto como señora histérica dispuesta a correr a su marido borracho y holgazán, y entré a la recámara.

Cuando terminé la jornada vi el pasto acabado, árboles secos. Vi que el lugar donde pasé mi infancia estaba muriendo. Encendí la fogata y me puse reflexivo, nostálgico: Los juegos, el fútbol, las borracheras, la exnovia con la que fajé bajo las estrellas toda la noche para no sentir frío.

Ya era de noche. Después llegó Rafa (el hijo del que cuida el terreno quién, además, tiene mi misma edad) escuchamos relinchar un caballo, el crujir de la fogata, perros salvajes aullando; abrimos un par de cervezas y contemplamos el fuego en silencio.