bicicleta

Cruzar las vías del tren por la noche a veces puede resultar una experiencia salvaje, pues tras las sombras suelen esconderse malandrines que se aprovechan de la oscuridad para obtener su botín. He aquí un testimonio de un asalto, afortunadamente, fallido.

 Por: Víctor César Villalobos

 

“¡Ora hijo de la chingada, saca el iPhone!”, escucho detrás de mí mientras el mismo que grita me jalonea el morral. Trato de pedalear, pero ya lo tengo encima. Las sombras que momentos antes había intuido —entre las siluetas del tren umbrío y el ritmo acompasado— son tres chicos no mayores de quince o dieciséis, con look de reguetoneros, con sus gorras de trailero que comunican tipografías barrocas, camisas a cuadros y estrafalarios pantalones de mezclilla. La indumentaria me dice que no son migrantes. Por el tono de voz también sé que no me invitarán una chela. Atónito, no entiendo mucho y me atrevo a preguntar, desconcertado:

—¿Qué?

—“¡El iPhone, hijo de tu puta madre!”

Si supieran que tengo un celular que da más lástima que una foto de perrito en adopción —pienso— seguirían su camino, más bien compadeciéndome. Uno de ellos que se ha quedado a prudente distancia se pone la mano detrás, en la faja del pantalón, como si trajera una pistola. De pronto recuerdo que traigo mi iPad en el morral.

El tiempo se ralentiza. Veo cómo los tres toman posiciones: el que amaga con traer pistola, tres metros a la izquierda, al otro lo tengo de frente y el que intenta abordarme, peligrosamente cerca. Contrario a mi actuar natural, levanto con fuerza mi brazo en escuadra y alcanzo en la cara al chico que me jalonea. Mi reacción lo toma por sorpresa. Da unos pasos hacia atrás: luce aturdido. También sus amigos. El que alardea de ir armado corre hacia los barandales de esa zona de guerra que es el puente por el que cruza Niños Héroes debajo, mientras el otro, el de la derecha, hace lo propio más torpemente porque intenta recoger piedras de grava en su huida. Por un momento se los traga la noche.

“¡Ahora sí, hijos de la chingada, vénganse de a uno!”, les grito —para mi sorpresa— fuera de mí. Les levanto los puños, amago con írmeles encima a su territorio de grava, basura y escombros. Muevo los brazos, les planto la cara (supongo) más fiera que tengo. Ellos corren y se resguardan entre las sombras de los árboles y los flashazos que dejan, mecánicamente, los vagones del tren a su paso. El tren, en su indiferencia interminable, no termina de pasar. Le alcanzo a gritar a Daniela —que ha seguido unos pocos metros pedaleando y que sorprendida por mis gritos ha detenido su marcha— que se vaya. Ella se va.

El cruce ferroviario colinda con un garage de una aseguradora. Por su aspecto, creería que estamos en una zona de guerra: hay durmientes de vía empalados como dientes separados y sarrosos a lo largo de esa parte, custodiando los rieles, árboles ficus de denso follaje que obstruyen cualquier intento de iluminación, casas abandonadas y vandalizadas, algunas con cristales rotos y grafiti en sus paredes; algunos autos abandonados. Poca gente vive ahí. Y el traqueteo interminable de esa bestia cansina e interminable de diesel y fierros.

—Tomamos por todo Mexicaltzingo hasta Calderón de la Barca, ahí cruzamos las vías por Niños Héroes y seguimos hasta tu casa.

—A mí me da pendiente, ya es noche. Mejor nos apuramos y nos vamos por otro lugar. Está muy oscuro y solo para cruzar las vías por ahí.

—No pasa nada. He cruzado por las vías varias veces y aquí sigo.

—Bueno.

—Cuando trabajaba en el periódico, era mi camino hacia Chapultepec y cruzaba sin problemas, incluso a altas horas de la noche. Inglaterra es mi ruta favorita porque casi no hay autos. Estaremos bien.

Apuro la pórter Perro Negro y ella la Victoria. La tarde pasa plácida a media luz, en una terraza blanca que mira a la calle Libertad. Pagamos la cuenta y subimos a nuestras bicicletas. La tarde pierde sus colores y los arbotantes empiezan a mostrar la vida en un amarillo un tanto deslavado. Cae la noche.

No sé en qué momento la lluvia de piedras me empieza a caer, pero las veo nítidas y lentas a pesar de que no hay un solo arbotante en esa cuadra. Las esquivo con la facilidad de Neo, el de Matrix: a una le puse el antebrazo al calcular la trayectoria, a otra —del tamaño de un ladrillo— le puse el rin de la bicicleta; otra, por fin, me alcanza en la rodilla de rozón porque también la moví antes que me deshiciera la rótula. Les sigo imprecando con vehemencia.

Aprovecho un momento de vacilación en el cual no me avientan más piedras para montarme en la bici e intento andar. La pierna derecha, que da el primer impulso, se va en banda, la cadena está suelta. Un segundo intento y me doy cuenta que el rin está estropeado. Aún sin comprender mucho, mi primer impulso es dejar la bici y seguir corriendo. Sin embargo, cargo con la bici y corro en retirada. La rodilla empieza a dolerme, pero corro con todas las fuerzas. En esa parte de Inglaterra hay un garage de autos, creo que es de una aseguradora, pero está totalmente deshabitada. No hay dónde pedir ayuda. Intento llegar a la parte más iluminada, que es la siguiente esquina. Veo las piedras rebotar en el pavimento, pero ninguna me alcanza. Por fin llego a la esquina, pero sigo caminando hasta plantarme en uno de los postes de alumbrado público. Les grito que se vengan de a uno, que son unos pinches putos, que se vengan a la luz. Por respuesta recibo una metralla de piedras que no me cuesta trabajo esquivar. Estoy más lejos y ellos no se mueven de las sombras protectoras de un árbol situado a un lado de las vías. Finalmente me gritan que vaya por ellos. La adrenalina me corre a raudales, quiero ir tras ellos, pero decido seguir corriendo, en retirada, cojeando y con la bici rota.

“¿Estás bien? ¿Llamo a la policía?”, me pregunta Daniela. Con la rabia aún aflorando por todos mis poros le respondo que no, que para qué. Caminamos hacia Avenida Arcos, el shot de adrenalina empieza a bajar. Camino cojeando y el dolor empieza a manifestarse mientras miento madres: quiero regresar por ellos. Daniela me recuerda que ella tenía sus dudas respecto a la ruta. Llama a su papá para que venga por nosotros y nos lleve a casa. Lo esperamos en la bomba de agua que está en la confluencia de Agustín Yáñez y Arcos.

El tren ha dejado de pasar y las luces de los autos parpadean. Todavía hay gente en las esquinas esperando el camión. Es fin de semana y la vida nocturna apenas empieza, pero no para mí, que tendré que rumiar el dolor de la rodilla alcanzada por una piedra anónima en un cruce ferroviario.