La imagen, la breve historia que cuenta Alicia no es extraña en el núcleo de cualquiera de tenga una familia. Las historias de los pleitos y las discusiones entre hijos y padres abundan, pero en esta encontramos una atmósfera tensionante: la abuela y una de las hijas; la nieta observa… 

Por Alicia Preza

Fue así como mi madre, cansada de discutir, dio un golpe a la mesa y subió rápidamente las escaleras para refugiarse de cualquier avalancha de palabrerías que pudieran seguirla por la espalda, arrogantes y llenas de cinismo. No era una pelea conyugal aunque así lo pareciera, fue una simple –por decirlo de algún modo- discusión con su madre.

Mi abuela, quien lleva arrastrando más de ocho décadas de mal humor, se empecinó en hablar mal de sus hijos, aquellos diez ingratos –sin contar a mi mamá- que no se han dado ni un minutito para ir a visitarla, llevarle regalitos y darle dinero para sus indispensables medicinas. Mi mamá escuchaba sin interrumpir pero con un evidente gesto de desapruebo.

«Ya ni se acuerdan los ingratos que tienen madre», decía la encorvada mujer sosteniendo la frente con la palma de la mano derecha y volteando de vez en vez para cerciorarse de que alguien estaba al pendiente de su histriónico drama.

Las frases cargadas de odio iban en aumento, hasta que cansada, mi madre se paró frente al sofá y se acercó a la cara de su progenitora para evitar que, como ha pasado en muchas ocasiones, después del sermón la otra fingiera tener el aparato para la sordera apagado y no haber escuchado nada que no fueran sus propias palabras.

«Y para qué quiere que vengan a visitarla si cada vez que están aquí se la pasa metida en su cuarto dizque rezando. Se la pasa peleando a los niños, haciéndoles caras, enojada porque se sientan en su cama; acusándolos de que le roban sus cosas ¿De dónde cree que saco para darle de comer y para llevarla con el doctor? Pues de lo que los muchachos mandan; además, todas las noches usted habla por teléfono con alguno, ¿para qué hablar mal de ellos?».

La letanía continuó por parte de mi madre quien ha vivido con chantajes desde que aceptó hacerse cargo del cuidado de mi abuela. Mientras tanto, la mujer regañada volteaba a ver la apagada lámpara que le distraía del rostro furibundo de su enfermera personal.

Al terminar de sacar sus frustraciones y buscar la mirada de su interlocutora, mi madre sólo obtuvo por respuesta:

«¿Tú qué sabes? ¡Eres igual de indina!».

No se escuchó una palabra más, sólo un fuerte manotazo en la tabla de madera que hace la labor de mesa de comedor, después de eso, la escena ya contada.

Pasaron algunos minutos. Mi abuela se levantó del sofá y caminó hasta el pié de la escalera, se sostuvo del barandal como para mantener el equilibrio y gritó con la mediana potencia que le ofrece su desgastada voz:

«¡Y ve a comprarme jugo y galletas porque de seguro ya me robaron las mías tus ingratos hijos!».

autor_aliciaAlicia Preza nunca había estado más feliz con ella misma. Ahora lo sabe. La juventud es una de esas cosas que sabe se esfumará a su tiempo pero que es un privilegio disfrutarla mientras existe.