Desde hace unas semanas la autora de esta crónica reside temporalmente en algún lugar de España, como parte de un intercambio universitario. Y, entre muchas cosas que ha hecho bien allá, ha sido seguir escribiendo. Esta historia cuenta de su fugaz paso por París. Las primeras impresiones cuando se conoce París siempre deben ser recordadas y ella las vivió y nos las comparte.

Por MarieJo Delgadillo

PARIS[1]

Las pequeñísimas piedras del asfalto crujen levemente bajo la suela del zapato. La escenografía es la arquitectura más perfecta que unos ojos con apenas veintiún años han visto en su vida.

Piense usted en todo lo que ha visto, escuchado, imaginado y comprado sobre París. Y eso es apenas una sola calle en aquella ciudad.

Llegué a París alrededor de las cinco de la tarde, hora europea. Caí a la ciudad que había soñado por años de sorpresa y por casualidad, como suceden las mejores cosas de la vida. Con los ojos abiertos y sin tener una idea muy buena de lo que sucedería conmigo después. Compré, por sugerencia de un amable chico que buscó la dirección que buscaba en su mágico teléfono, un boleto para el Roissybus. El Roissybus es, como podría adivinarse, un autobús que va por todas las terminales del aeropuerto Charles de Gaulle y lleva a los turistas y trabajadores a la Opéra…

No, no los lleva a ver a las valkirias… Los lleva al teatro de la ópera, un lugar conocido y céntrico y desde ahí es más fácil conseguir un transporte si es que tu estadía queda cerca de ahí.

Lo tomé sin tener muy bien idea de qué hacer cuando bajarme. Con unas cuantas indicaciones en una libreta y un teléfono que podría o no ser contestado.

En el Roissybus conocí a Todor (Sí, Todorrrr). Macedonio emigrado a Orlando, Florida, Estados Unidos. 25 años, recién divorciado. Cabello rubio y largo, venido de Grecia pasaba una noche en París de camino de regreso a Estados Unidos.

Sorprendente lo que uno puede aprender en cuarenta minutos de camino.

Al llegar a la Opéra pretendía tomar un taxi, pero la misión fue imposible. Con treinta kilos de equipaje encima y una vaga idea de francés en el cerebro fui a comprar una tarjeta de teléfono.

 

– ¿Allo?

– Allo, ¿Laurent?

– Oui…

– ¡Allo! ¡Je suis MarieJo!

– ¿¡Estás aquí?! ¿¡Dónde estás?!

– En la Opéra…

– Espérame ahí, ¡voy por ti en quince minutos!”

 

Laurent, amigo y único contacto en París. Casi dos metros de francés, unos enormes ojos y camisa a cuadros que recordaba vagamente de una fiesta de graduación hacía cuatro años. Le había rogado por un lugar para pasar un par de noches y él había accedido, pero hasta donde él -y yo misma-sabíamos, yo no tendría que estar respirando el aire parisino hasta dentro de un par de días.

Pasó por mí y me ayudó con las maletas en el camino: corto, plagado de acentos, tiendas, ropa. Hermoso y diverso de una manera en la que sólo París puede serlo. Mi hospedaje por una noche -porque mi avión a Santiago salía al día siguente, después de haber pasado cinco días en el aeropuerto- sería un departamento pequeño con una vista hermosa, un sexto piso de Rue de Naples. Mi anfitrión debía irse a pasar la noche fuera. Un asunto escolar de suma importancia.

-“Pero quiero mostrarte algo antes de irme”

Subimos por una escalera hasta un tragaluz desde el cuál se podía subir a la azotea y mirar ese panorama aéreo de techos azules con la torre Eiffel desde lejos, encendida, mientras el sol iba bajando.

Atardecer parisino. De pronto cayó sobre mi la realidad: por primera vez en mi vida estaba ahí, sola, respirando ese aire y mirando un atardecer que no se volvería a repetir jamás. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Y de pronto, casi sin darme cuenta, estaba sola en esa ciudad. Pero no iba a quedarme dormida sin saber cómo era, un poco aunque sea, París.

Eran las 10 de la noche y la luz solar era ya un recuerdo. Bajé por el elevador más pequeño del mundo hacia la calle. Sin idea de hacia dónde ir, ni qué comer, sin idea de nada tomé un rumbo que probablemente me sería imposible repetir ahora.

 Comí comida turca en un lugar, creme caramel en otro. Escuché mis pasos como un murmullo contrastado con el zumbido del idioma que me llenaba los oídos. Caminé, sin rumbo, ebria de una felicidad punzante, de orgullo, de ingenuidad. Porque esa ciudad hay que mirarla con los ojos y el corazón expectantes. Entré a algunas tiendas sin comprar nada, sólo movida por curiosidad. Caminé sin mirar atrás por parques, por calles, por entradas al metro, por entre la gente y en calles totalmente vacías, iluminadas por lámparas y la luna.

Encontré, de pronto, un sofá, mesas, libreros y libros para niños esperando que llegara la mañana para irse a la basura, y por supuesto que tomé tres, para mi. Mi propio tesoro en París. Caminé sin rumbo por horas, hasta que las calles vacías me dieron la señal para buscar el camino de regreso. Respirando profundo y sin parecer perdida, me tomó quizá una hora más para encontrar la casa. Pero lo logré.

Al otro día Laurent regresaría y yo tendría que volver al aeropuerto a tomar mi avión a Santiago. Pero de momento era yo sola en una cama de edredones blancos con un balcón y una vista. En París.

“Es esta madrugada”, recuerdo haber pensado. “Es esta madrugada donde ha comenzado todo”

 

MarieJo Delgadillo. Nació, como diría  Juan Villoro, bajo el único signo inorgánico del zodiaco: la balanza. A los siete meses dio sus primeros pasos, como regalo del día del padre, y desde ahí no ha parado de caminar; lo mismo sucedió con el habla: a los nueve meses -aunque su madre la contradiga diciendo que fue a los seis- y consecuentemente tampoco ha parado de hacerlo. Si ha de tener constantes en su vida, se componen de dos cosas: la danza y las letras. Ahora, como parte de un intercambio escolar, reside temporalmente en España y de ahí nos ha enviado esta crónica.