Todo pasa frente a un ataúd. Llantos y pésames; silencios y miradas perdidas

Por Roberto Medina (@chinomorocho)

No te irás. Estás sentado en un sillón. Frente a ti, en ese cuarto en donde el silencio sólo es interrumpido por un llanto intermitente, tienes un ataúd. A tu derecha, en otro sillón que está casi pegado al tuyo, está tu padre; ese hombre con los ojos rojos y cansados de tanto llorar. Llanto por la muerte de su madre. Llanto que de inmediato se replica entre los dolientes cercanos. Llanto que a veces es visible y otras tantas sólo alcanza a asomar por el rabillo del ojo, como queriendo pasar inadvertido.

No te quejarás. El hambre. El sueño. El calor. La zozobra. Todas las incomodidades apretujándose en cada cuerpo. Eso no es importante; importantes son, pues, las personas que se acercan con pasos cortos, como no queriendo llegar al ataúd, pero sin ningún obstáculo que detenga su caminar. Esas personas a las que hay que abrazar instantes después de que observen el cuerpo que yace sin vida, como si un protocolo escrito en todas las paredes así obligara a hacerlo.

No improvisarás. «Lo sentimos mucho»; «compartimos su dolor y su pena»; «estamos para lo que se ofrezca»; «ahora ella ya está descansando»; «pero si apenas la acababa de ver hace un par de días»; «deben agradecer que pudieron disfrutarla en vida».

No levantarás la voz. El ambiente tenso y lagrimoso hace que las palabras queden atrapadas en susurros. Da lo mismo si de dar el pésame o si de avisar una ida al baño se trata; la voz debe permanecer baja, sin espantar a las almas en pena que quizás sí o quizás no merodean por ese cuarto.

No confesarás. Qué importa si sentías afecto o apatía por la que ya no está. Siguiendo la máxime de que no hay muerto malo, todos recuerdan los momentos gratos —incluso algunos inventados o fuera de proporciones— que vivieron con la difunta. Tú nadas con la corriente a cambio de no ser odiado y hasta apedreado.

No rezarás. Los presentes están de pie, formando un semicírculo descompuesto; al menos uno de ellos tiene un rosario en la mano, al que frota con los pulgares como si dejar de hacerlo significara ser el peor de los blasfemos. Repiten el padre nuestro, el ave María y el credo hasta que unos tales misterios den el acto por concluido. Permanecer sentado resultaría una ofensa para la mayoría; por eso estás de pie como todos los demás. Pero eso no significa que debas rezar. En primer lugar porque eres ateo y en segundo porque tienes tantos años sin hacerlo, que ya ni siquiera recuerdas aquellas oraciones.

No reprocharás. El sacerdote balbucea oraciones sin sentido. El calor del mediodía se pasea irrespetuosamente en esa capilla. Tú alegas que no puedes doblar la rodilla para quedarte parado en la puerta y no tener la obligación de hincarte. Ves a una señora a la que, piensas, no se la perdonabas. Te das una bofetada mental por tener esos pensamientos justo en ese momento. El padre equivoca la construcción de una oración: «Si de por sí una muerte es dolorosa, una muerte inesperada es… es… eemmm… más dolorosa». El ataúd descansa en medio de las dos filas de butacas, y es flanqueado en todo momento por cuatro personas; dos de cada lado, que rotan cada 5 o 10 minutos. El sacerdote reza por la conversión de los herejes y todos repiten cada frase en un coro que compite con los sollozos, que no han parado desde hace más de un día y que están a unos minutos de llegar a su punto cúspide.

No flaquearás. Llega el momento del adiós. El ataúd recorre en una camioneta el tramo que lo separa del crematorio. Ahora mismo está frente a dos grandes puertas que significan todo fin. El de los restos mortales. El de la compañía terrenal. El fin de la mesura misma. Todos; esposo, hermanas, hijos, nietos; todos lloran y no hay nada que los consuele. Tú no liberas una lágrima porque simplemente los sentimientos son caprichosos y en ese momento no les da la gana mandar alguna gota. Ves a tu padre llorar y darle las gracias por todo a su madre, y tú no haces más que rodearle el cuello con los brazos y recordarle que fue un gran hijo y que debe estar tranquilo; el te llena de lágrimas el hombro sin decir una palabra, mientras los demás gritan y se quiebran al rededor; mientras los demás se funden en abrazos temblorosos con las rodillas temblorosas y los labios temblorosos. Los demás, los que nunca fueron tan cercanos a la que ya se fue, observan callados y con los labios apretados; con la cabeza baja y los ojos tristes aquella escena que no puede durar por siempre, por más que se desee que por siempre sea la despedida. Tu padre hace uso de las pocas fuerzas que le quedan después de dos días de desvelo y da las gracias a todos por acompañar a la familia en ese momento tan difícil. Tu padre abraza su padre y le dice que es hora de retirarse. Todos lo saben y caminan mientras a sus espaldas el ataúd ya ha desaparecido tras esas puertas que significan todo fin. El fin.

Roberto Medina Polanco. Le quedaban dos opciones: usar lentes o comenzar a entrenar a su perro para que lo guiara. Para fortuna de su pequeña mascota, optó por la primera. Siendo aprendiz de periodista y con anteojos, se dio cuenta de que no basta para ser Supermán o El Hombre Araña. El café y el Twitter, sus dos adicciones, siguen intactas.