El hambre, como bien se sabe, no perdona. Lo hace a uno exaltarse al grado de querer forcejear con el cocinero. El personaje de esta crónica lo hizo… y así le fue.

Por Roberto Medina

Él era frágil. Si de por sí la estatura no le favorecía, su leve joroba lo hacía parecer más cercano al suelo. Sus rodillas casi juntas, como queriendo explorarse una a la otra, lo hacían dar pasos lentos y cuidadosos; imposible imaginarlo corriendo. Pero en ese momento era lo de menos. En ese momento, la altura, los pasos y las rodillas eran situaciones tan relevantes como el polvo. El quería algo más mundano: comida.

Esta historia tuvo su lugar en La Habana. Eran cercanas las 2 de la tarde y parecía que el sol concentraba su fuerza sobre la isla. Esta historia tuvo su lugar en un desagradable lugar de comida rápida; la pizza era tan mala que se escurría entre los dedos y en partes estaba mal preparada, pero a la vez era tan barata —una pizza individual y un refresco de cola por un dólar— que uno no podía hacer más que cerrar los ojos y masticar.

Él estaba sentado frente a la barra; una barra curveada que iba de extremo a extremo del lugar. Él iba vestido con una camisa blanca medio guanga y medio sucia. Una bermuda de mezclilla  y unos tenis blancos y percudidos completaban el juego. También llevaba, por cierto, una voz que en ese momento pretendía hacerse notar:

– ¿¡Dónde está mi spaghetti!?

Nadie atiende. Cuando yo llegué al lugar, él ya estaba frente a esa barra. Cuando llegó mi pizza malhecha, él seguía esperando.

Una mujer de piel oscura y de probablemente unos 23 ó 24 años limpia lo que puede con un trapo. También toma órdenes con la memoria y pone mal gesto si uno le cambia la indicación. Hace de todo, pero no hace caso de su cliente, quien luce más desesperado.

– ¡Quiero mi spaghetti!

Grita y vuelve a gritar. Grita que tiene dinero, que no está pidiendo nada regalado; grita que qué forma es esa de tratar a un campeón mundial y panamericano de gimnasia. Grita que ya hace un rato que pidió su orden y nada; su estómago sigue tan vacío como cuando llegó.

Se levantó de su silla y comenzó a caminar tan rápido como sus precavidos pasos le permitieron. Iba haciendo señas desesperadas, torciendo la boca y maldiciendo; es que cómo pues, siendo él un deportista que sirvió a Cuba durante no sé cuántos años, se le trataba así.

Casi arrastrando los pies se paró a un metro de la entrada de la cocina. El hombre lucía aún más enojado y estaba dispuesto a entrar. Entonces una cocinera grande y gorda salió al paso y lo increpó; le dijo que se regresara a su lugar con formas poco amables y, cuando el tipo intentó forcejear, terminó siendo derribado por la no débil mujer que seguía intacta y de pie.

Él, como pudo, se levantó. Tenía hambre, pero no era tonto, pues tomó la distancia suficiente para que la cocinera no lo regresara al suelo. Fue ahí cuando de la misma cocina salió un hombre que, por la actitud que tomó, parecía tener un cargo de mayor relevancia, como de gerente. Al ver a aquel hombre tan alterado, preguntó qué pasaba; éste le respondió simple y directo: el maldito spaghetti, ése que había pedido hace muchos minutos y para el cual traía dinero, no le había sido entregado. Habrá sido el vacío en el estómago lo que incrementó su ira, pero después de aquel empujón que lo dejó con la espalda pegada al suelo, al menos ya no pretendió forcejear.

Regresó a su lugar. Pasaron dos o tres minutos y su spaghetti ya estaba frente a él, aunque si sabía igual de mal que la pizza, no era para alegarse tanto.

Comió con la misma desesperación con la que reclamaba. Comió como si algún travieso pretendiera arrebatarle el plato. Comió sin quedar del todo satisfecho, pues pidió otra orden igual, quizá, tan sólo quizá, con el deseo de que esta vez no tardara tanto.

 

Roberto Medina Polanco. Le quedaban dos opciones: usar lentes o comenzar a entrenar a su perro para que lo guiara. Para fortuna de su pequeña mascota, optó por la primera. Siendo aprendiz de periodista y con anteojos, se dio cuenta de que no basta para ser Supermán o El Hombre Araña. El café y el Twitter, sus dos adicciones, siguen intactas.