Nadie hacia corajes como ella. Hay que decir que, todos los alumnos que cayeron en sus manos, aprendieron aquello de la fe como un granito de mostaza

 

Por Roberto Medina (@chinomorocho)

 

Miles de veces la vimos enojada, pero como ésa, pocas. Nuestro salón estaba separado de la dirección por unos 15 ó 20 metros; ella, la directora de la escuela, los caminó de prisa con su paso de pingüino encabronado.

Absolutamente nadie en sus cinco sentidos espera que unos adolescentes de secundaria estén quietos en clase, pero ella no desistía. Ese día estábamos en alguna materia que resultaba menos entretenida que hablar sobre los cuerpos en desarrollo de nuestras compañeras. De seguro no estábamos frente aquella maestra joven y de pechos grandes, porque en su clase era el único momento en el que había paz dentro del salón. No: éramos una jauría de monos excitados que gritaba, brincaba y mentaba madres.

Por eso la directora se levantó de su escritorio y caminaba con pasos amenazantes. En su mano llevaba una botella de plástico con agua en su interior. Sí, agua, pero con el detalle de que estaba “bendita”. Entre más se acercaba al salón, todos regresábamos a nuestros lugares como podíamos. Por encima de las bancas y hasta de la cabeza de algún descuidado. Los gritos mutaron en leves susurros que expresaban: “Ssshhhhhh, ahí viene la direc”.

Entró al salón. No dijo una palabra. No hizo falta: resulta que la tapa del bote de plástico que contenía el agua bendita, tenía un pequeño orificio; ella comenzó a agitar su brazo, como si estuviera espantando mosquitos, y nos roció a todos con el líquido. A algunos se les habrá salido el demonio, pero a la mayoría, la única marca que nos dejó, fue la de unas gotas en los cuadernos.

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Se llamaba María Esther Amezcua Puga. Pero el nombre es lo de menos, los años no perdonan a la memoria y ésta podría equivocarse. En todo caso, desde primero de kínder a tercero de secundaria, era conocida como “La direc”.

La primera vez que la vi tenía yo seis años; ella de seguro ya había superado los 60. A lo mucho medía 1.60 metros y tenía una cara morena y arrugada que le hizo valer el apodo de «la pasita». Los niños, ricos o pobres, nunca dejarán de ser crueles.

Siempre llegaba antes de la siete de la mañana para abrir la escuela. Cuando uno entraba con el almohadazo marcado y los ojos medio cerrados; con esa mochila que lo hacía parecer a uno jorobado y el uniforme lo menos arrugado que se podía, ella ya estaba ahí: parada a unos metros de la puerta, con la mano izquierda sosteniendo a la derecha frente a su estómago, con un gesto amable con el que recibía a los padres de familia.

Pero ese gesto amable y la voz suave se iban pasadas las 7:15. Con una disciplina casi militar, nos ponía a todos en fila –a los más madrugadores a veces les tocaba sentados–, y de repente ahí estábamos, elevando cantos y plegarias al señor. Era cuando menos media hora que se pasaba entre padres nuestros, aves marías y granitos de mostaza, de ésos que dice el señor.

¡Ay de aquel que rompiera el orden! “La direc” siempre amenazaba a los indisciplinados con dejarlos dos o tres horas parados a medio patio; contaba la leyenda, una de las muchas que circulaban, que sí cumplía.

Así pasaron los años. Por muy religiosa que fuera, hasta la fecha sigo convencido de que tenía algún pacto con el diablo: de segundo de primaria a tercero de secundaria, no vi un solo cambio en ella. Siempre fue el mismo caminado de pingüino; el mismo cabello medio chino y medio escaso; las mismas faldas que le cubrían las rodillas por completo.

Después de terminar esa etapa estudiantil, la vi al menos una decena de veces. Ahora me tocaba recibir el mismo tono amable con el que siempre atendió a todo aquel que no fuera alumno de su escuela. Yo nunca olvidé sus maneras y regaños. Tampoco he admitido que su educación religiosa me formara como un hombre de bien. Pero en fin, cada quien tiene su versión de la historia.

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Me enteré de su muerte un día de 2011. Habrá sido alguna tarde de mayo o junio. Hacía ya más de un año que luchaba contra el cáncer. Aunque durante los años en los que la vi cotidianamente no presentó ningún cambio físico evidente, en los últimos meses la enfermedad la había relegado a permanecer en cama.

No asistí a su funeral. Sólo vi cómo en el Facebook, aquellos alumnos que pertenecieron a mi generación la recordaban con fervor y pedían toneladas de rezos. Yo, un ateo más en este mundo, no me atreví a seguirles la corriente.

Pienso en las nuevas generaciones de ese colegio. Aquellos que entraron después de la muerte de la señora María Esther. Sólo les quedarán pequeñas historias con lo que tendrán que armar aquel rompecabezas conocido como “La direc”.

Roberto Medina Polanco. Le quedaban dos opciones: usar lentes o comenzar a entrenar a su perro para que lo guiara. Para fortuna de su pequeña mascota, optó por la primera. Siendo aprendiz de periodista y con anteojos, se dio cuenta de que no basta para ser Supermán o El Hombre Araña. El café y el Twitter, sus otras dos adicciones, siguen intactas.