El autor de esta crónica debuta en la página de El Huevo Cojo con una historia -dentro de la semana de crónicas por el Día de los Maestros- con un tema que nos persigue en México en el tema de la educación a todos los niveles: la aprobación de los que debían reprobar.

CUCEI.MX

 

Por Jose Luis Romero

Héctor no había ejercido su carrera. Después de tener su título de ingeniero químico prefirió dar clases de matemáticas en una preparatoria. Llevaba algunos años en la docencia cuando decidió estudiar una maestría. Pudo haber continuado en algo relacionado con sus estudios previos, en los que parece que sacó muy buenas calificaciones. Sin embargo, escogió estudiar una maestría en Física.

Cuando se dirigió al coordinador de la maestría, éste debió indicarle que sus estudios previos eran válidos para ingresar. (Ingeniería Química se considera un área afín a la Física.) Sólo tendría que presentar un examen de admisión de algunas materias que se consideran básicas. Además, en caso de ser aceptado, tendría una beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) para su manutención (La beca es por 4.5 salarios mínimos, según el tabulador del DF; es decir, alrededor de ocho mil pesos).

Tal vez Héctor le comentó al coordinador que él trabajaba; igual pudo no decir nada. A quienes tienen la beca se les exige que sean estudiantes de tiempo completo. Al entrar a la maestría Héctor obtuvo la beca y, también, impartía muchas horas de clase en la preparatoria donde trabajaba.

Desde el principio noté que tenía problemas para hacer cálculos sencillos. En ese tiempo pensaba que era buena idea que los estudiantes pasaran al pizarrón. Ellos hacían algunos cálculos y yo veía cómo los desarrollaban. Esto permitía ver directamente cuando hubiera problemas. Además, un compañero de Héctor me dijo que también a él le gustaba la idea, especialmente para ayudar a los que más dificultades tenían.

Las clases fueron pasando y no sólo Héctor se notaba débil. Del grupo de seis alumnos, otro muchacho tenía problemas similares. A los dos los pasaba seguido al pizarrón. No sospechaba que mi propósito didáctico tendría otra interpretación.

El día del primer examen vi a Héctor sentado afuera del salón. Cuando me acerqué, noté olor a cigarro. Héctor dio una última fumada y lo apagó. Como no lo había visto fumar antes, le pregunté si lo hacía regularmente. Dijo que no, que sólo cuando estaba muy nervioso, pero no expresaba físicamente la angustia que decía. Hasta el enorme medallón -que no sé qué tenía que ver con “Los caballeros del Zodiaco”- reposaba en su pecho tranquilamente. Los demás alumnos llegaron pronto.

Se llevó a cabo el examen sin que pasara nada especial. Los revisé tan pronto como pude. Les quería dar las calificaciones en la siguiente clase. Además, había pensado en explicarles en qué se habían equivocado. Y eso lo podría hacer más cómodamente en mi oficina. Todo lo hice a tiempo. Tenía los exámenes ya calificados. De uno por uno fui llamándolos a mi oficina para que echaran un vistazo a su examen. También podían preguntar cómo se había evaluado algún punto.

Cuando fue el turno de Héctor, ya en la oficina, le pasé su examen. Su respiración se alteró. Pensé que se había enojado. Estábamos sentados en el mismo sillón y no podía verlo sin girarme. Saber que era tan gordo me hizo sentir indefenso. Volteé a ver qué estaba pasando. Su rostro se había enrojecido. La gordura de su cara ocultaba cualquier tensión muscular que pudiera tener. No me dio la impresión de que me fuera a golpear pero me sentí muy incómodo de que llorara. Se dio cuenta de que había reprobado.

El resto del semestre se fue rápidamente. Héctor pasó el segundo examen, aunque su calificación fue baja. Añadiendo los puntos de las tareas no pasaba el curso. Todavía tenía la opción de presentar el examen extraordinario. Habría que esperar que dieran fecha para este examen, que se presenta frente a una comisión. Antes que la fecha, me llegó una “Carta de inconformidad”, donde Héctor me pedía revisar nuevamente sus tareas porque había obtenido muy pocos puntos. En esta carta, mencionaba el artículo correspondiente del Reglamento de Posgrados donde se indicaba que era posible inconformarse. Agregaba, al final, que no había sido a propósito que entregó mal las tareas sino que creía haberlas hecho bien.

Las tareas habían sido bien revisadas. Así que no le di ni un solo punto más. No entendí qué tenía que ver su intención al entregar o hacer sus tareas. ¡Qué me importa si las quería hacer bien o mal! Simplemente, no tenía puntos si los problemas estaban no estaban mal resueltos. Respondí su carta diciendo que no tenía más puntos. A esperar el examen extraordinario, no más.

Pasaron unos días. Otra carta me llegó. Allí se me pedía que entregara las tareas y los exámenes de Héctor al coordinador de la maestría. Se revisaría todo, otra vez. Esta revisión la haría otro profesor, no yo. La revisión arrojó el mismo resultado que la anterior: ni un punto más. Pensé, una vez más, que ya no había más opciones salvo el extraordinario, que ya sentía nunca iba a llegar.

Aunque sí era la última opción, Héctor no desaprovechó la oportunidad de mandar una carta a la Junta Académica de la Maestría. Allí contaba cosas como: “cuando choqué avisé que no asistiría a su clase, aún así me esforcé y llegué al final de ella”, “le echaba muchas ganas al hacer sus tareas y no lo tomó en cuenta”, “estuve yendo con mis profesores de la carrera para que me ayudaran a estudiar”, “pasaba al pizarrón a los que menos entendíamos para evidenciarnos”, “un día que le hice una pregunta se puso rojo”, etc.

Héctor aprobó la materia en el examen extraordinario. Me sorprendió que  terminara su maestría sin mayores contratiempos. No siguió estudiando el doctorado; al menos, no en la misma universidad.

Un poco después de los problemas con Héctor, me enteré que el CONACyT evalúa la eficiencia terminal; es decir, entre los puntos que se consideran para designar a un posgrado como de calidad está lograr que todos los alumnos que ingresen lleguen a titularse.

 

Jose LuisJose Luis Romero Ibarra es Profesor Investigador Asociado, en el CUCEI de la UDG. Doctorado en Ciencias en Física, estudió la secundaria en la Técnica 4 y vivió un buen tiempo en Chile, país al que extrañamente extraña, y al que en realidad nunca se acostumbró del todo. Miembro de la Sociedad Mexicana de Física y ahora miembro de la sociedad de los cronistas compulsivos, arropados tras la deidad de El Huevo Cojo. Esta es su primer crónica (y espera que no la última) en este sitio.