El autor de la presente crónica hace un breve recorrido de lo que recuerda sobre sus maestros (maestras, más bien) de la primaria y secundaria. Y se asombra -como muchos- por la alegoría monstruosa del monumento al Maestro que ya está en la avenida de los ídems.

Por David Izazaga

La primera imagen que tuve de un maestro fue femenina: en el kínder en el que estaba todas eran mujeres, recuerdo que mi maestra se llamaba María Elena y que nos trepaba a todos (no hemos de haber sido muchos) en una combi naranja, para llevarnos a pasear. Saliendo del kínder, dos cuadras después, se detenía para subir a su novio. Todos aplaudíamos cuando aquel tipo, chaparro, moreno y con la cabellera como la de Maradona en sus mejores tiempos, se subía, entregaba un ramo de rosas a la maestra y le daba un beso en la boca.

Luego, en la primaria, las cosas no fueron distintas. De primero a sexto, siempre tuve maestras. La de primero se llamaba Olivia y tenía una verruga en la nariz. Yo le tenía pánico, pues se la pasaba jalándole las patillas a los que no contestaban lo que les preguntaba y de vez en cuando aventaba el borrador encima de alguna cabeza que, supongo, le producía a ella dolores de cabeza. Tenía un tino increíble, nunca le vi fallar. Y una voz aguda que aún recuerdo si hago un esfuerzo. En tercero tuve una maestra que supongo se llamaba Isabel, pues todo mundo le decíamos “Chabe”. Era muy delgadita y dientona y ha de haber sido guapa, porque mi papá nunca faltó –ese año- a las juntas. La de tercero era gritona, se llamaba Meche y era esposa del director. Gracias a ella me aprendí las capitales de los países del mundo. La de quinto se llamaba Nati y con ella nos burlábamos de la de sexto, que se llamaba Mati y era mitómana. Nos contaba que iba a llevar a su sobrina con el Papa para que le oficiara sus quince años.

No conocí maestros hasta la secundaria. Recuerdo, desde luego, a “Kabubi”: nuestro profesor de Artísticas, que era chaparrito, jorobado y muy dicharachero. Y también a un maestro que se apellidaba Gallo y que nos daba matemáticas. Lo suyo lo suyo eran los dibujos, pues nos daba puntos si hacíamos alguno en el cuaderno al principio de cada unidad. Al prefecto más temido le decían “El Pirata”: siempre caminaba por el patio con una regla T en la mano, que golpeaba contra cualquier cuerpo contundente que se encontrara. El más querido se llamaba Felipe y tejía chambritas en su tiempo libre. A este le terminamos diciendo “Felipón”. “La Momia” era una maestra milenaria, de pelo blanco, que se sentaba en el escritorio a dar clase y a la que sólo le escuchaban los de la primera fila. Un día que se enfermó, nos pusieron de suplente a un maestro que se la pasaba llenando de pentagramas el pizarrón, se paraba al frente y con un lápiz que hacía subir y bajar lentamente de arriba abajo con su manita derecha, nos pedía que repitiéramos con él frases que iban del “ti-ti-ta-ta” al “ta-ta-ti-ti”. Ese maestro, obviamente, terminó llamándose “El Titi tata”. Tiempo después (verídico) nos lo encontramos chofereando un trolebús.

Estaba en la prepa cuando descubrí, un día que puse atención, el monumento al maestro. Se encontraba entonces en el Jardín de San Francisco, del lado de la calle que todos creen es Revolución, pero que se llama Kundhart, entre Corona y 16 de Septiembre (ya se lo llevaron de ahí, a Dios gracias, y lo colocaron –me informan- en algún punto de la avenida de Los Maestros). La alegoría no puede ser más clara y sugerente: se trata de un monstro de dos cabezas y un solo cuerpo, que surge de un basamento de piedra. Una de las cabezas habla con una niña y parece decirle: “mañana tampoco hay clases”; la otra, la combativa, parce gritar: “Delegado: ya no hay galletas en la sala de maestros”.

Escribo esto a manera de exorcismo, pues yo, a veces, también soy maestro.

 

David Izazaga es coordinador de los Talleres de Crónica de la Librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica. Es escorpión con ascendente en Libra, no le gusta la sardina, ama el pulpo y, por supuesto, cree que el fin del mundo está siendo anunciado por medio de la multiplicación de los “viene-viene”. Dio clases durante diez años en las Áreas de Humanidades (que ya no existen) de la UDG (que aún existe) y en las Preparatorias 7, 10 y la Regional de Puerto Vallarta.