Todo depende de lo que se busque. En Cuba hay obreros y burócratas; también guías y padrotes. El personaje de esta crónica trabaja en una tortillería, y en sus ratos libres, también se dedica a conseguir mujeres para el turista

 

Por Roberto Medina

 

A Rayniel lo han metido a la cárcel en tres ocasiones por hablar con turistas. En este momento, en el malecón de La Habana, Cuba, se arriesga a la cuarta.

— Lo bueno que tú pareces cubano.

Me lo dicen desde la primaria, pensé. Pero no es tiempo para ese tipo de trivialidades. Caminando a mi lado tengo a uno de esos muchos cubanos que se dedican a renovar su actividad día con día para poder sobrevivir: a veces trabajan en alguna construcción o tortillería; otras tantas de guías y padrotes.

— Y ella… ¿Lo hace muy seguido?— Pregunto, sin saber exactamente con qué fin.

— ¿Hacer qué?

— Irse con otros…— “Prostituirse”, era la palabra adecuada.

— ¿Por qué? ¿Te gustó?

— No, es pura curiosidad, no me había pasado antes…

— Lo hace cada vez que puede (…) es la necesidad. Pero olvídate de ella hombre, yo te consigo una más buena.

Hace unos instantes que me acababan de ofrecer a su prima, “para que me acompañara a mi cuarto”, era la oferta. Pero esa, por el momento, es otra historia.

Rayniel, de 29 años, es sólo un ejemplo de los rasgos físicos que puede tener un cubano. Es alto —como de 1.90 m— y tiene una piel negra que se justifica por el clima que no cede terreno antes de los 30 grados. Pero no todo es oscuro en él: su cabello, extremadamente enroscado, tiene algunos retazos güeros.

Si hay un prototipo de personas en la isla —que nada tiene qué ver con el color, puesto que las pieles blancas abundan— es el que tiene un cuerpo bien formado y sin lonjas a la vista. Rayniel no es la excepción. La casaca azul que lleva puesta deja ver unos brazos musculosos y anchos, al menos lo suficiente para no desearle a nadie recibir un puñetazo proveniente de ahí.

Hace menos de diez minutos que me acompaña. No lo conocía antes, ni en un principio le pedí que me guiara. Pero, al ver su insistencia por seguir mis pasos y ganar un par de pesos cubanos convertibles con ello, le pedí que me llevara a Bellas Artes, museo ubicado frente a otro que alberga aviones y tanques usados en su momento por Fidel, “El Che” y compañía.

— Hay que cruzar aquí, ahí hay muchos policías.

Vuelve a insistir con mi parecido caribeño. Agrega que si guardara la cámara que llevo en la mano, podría pasar totalmente desapercibido. Yo, que no tengo la intención de meter a mi acompañante en aprietos, escondo la cámara en mi bolsillo.

El temor de Rayniel no es en vano ni obra de la casualidad. En Cuba está prohibido que un ciudadano hable con extranjeros, porque de lo contrario, éste se arriesga a ir cuando menos tres horas a la cárcel, según me cuenta mi guía mientras vigila que no haya uniformados cerca.

Ni se diga de “tocar” a un turista. Si alguien se atreve a delinquir contra un visitante, el estado le da mínimo 25 años de cárcel.

—Por eso aquí no hay delitos. El turista es catalogado como propiedad del estado.

Cuando la gente dice “aquí no hay delitos”, situación que es tan constante como el ruido de las olas en el malecón, no exagera. Cualquiera puede caminar en estado etílico a las dos de la mañana por las calles de La Habana —y ni se diga de otros pueblos más pequeños, como Varadero— sin el temor de ser asaltado, extorsionado, secuestrado, y mucho menos, de estar en un fuego cruzado entre el cártel de Pancho y el cártel de Ramón.

— ¿Y ya saliste de noche?

— Apenas ayer fui a La Bodeguita— Mi respuesta le provoca un gesto despectivo con la boca y manos.

— Te voy a llevar a un antro seguro en donde hay un montón de mujeres.

Llegamos a Bellas Artes. En el recorrido, además de hablar sobre todas las restricciones que tiene el ciudadano cubano y el promedio de doce dólares que gana al mes, también acordamos vernos ese mismo día a las diez de la noche, en el mismo punto donde nos encontramos unos 20 minutos antes. Son cerca de las dos de la tarde, y tras recibir tres pesos cubanos convertibles (equivalente a poco más de tres dólares), Rayniel se retira, quizá con menos temor de ser arrestado.

El inicio

Es mi segundo día en La Habana. Aún conservo la curiosidad por recorrer un malecón que parece interminable, bajo un sol que te quema los ojos si no fuiste lo suficientemente cuidadoso como para llevar lentes oscuros.

El ruido de los carros, en su mayoría modelos de antes del 60, impera en los oídos. Las olas compitiendo con su sonoro golpeteo. Las mujeres moviendo sus caderas. Los hombres pescando largas jornadas para llevar alimento al hogar. Adultos bebiendo ron en la vía pública. Niños y niñas saliendo de la escuela y caminando hacia sus casas. Niñas, adolescentes y adultas prostituyéndose por unos dólares.

Así es la atmósfera en La Habana. Tan cerca del régimen y tan lejos del imperialismo. Tan complaciente de un socialismo que la orilla a venderse y tan crítica del bloqueo.

Camino un par de kilómetros hasta llegar a un lugar que después oí mencionar como “la punta del malecón”.

Vista desde el aire, la punta del malecón seguramente parecería una media luna que interrumpe momentáneamente una línea recta.

Desde ahí luce imponente el Castillo del Morro, una construcción colonial de la cual gran número de cubanos saben la historia y cobran un par de pesos por contarla.

Justo ahí, al darle la espalda al mar, fue la primera vez que vi a Rayniel. Pero no fue él quien me llamó.

— ¡De México! ¿Verdad?

— Así es.

Una vez que se responde a esa pregunta es difícil continuar con el camino. Hay cubanos que se aferran al turista como si éste fuera una piedra que los salvará de ser arrastrados por el mar. Resguardados bajo la sombra que les da un monumento, que tiene las proporciones de uno de la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, está el señor que me ha llamado, así como lo que parece ser una familia.

— De Guadalajara, ¿Verdad?

— De ahí mero.

Mientras festeja el haber adivinado el lugar de donde vengo, me pregunto cómo lo habrá hecho. En eso estaba yo cuando el señor, de unos 60 años, comienza a tocar la guitarra y a cantar un par de canciones. “México lindo y querido…”

Ese grupo que parece una familia está conformado más o menos así: sentado en la orilla del monumento está Rayniel; a su izquierda, una señora como de 50 años que voltea a ningún lugar, con un rostro carente de expresión; a su lado, una mujer que pasa de los 20 años, con una blusa negra que deja ver deliberadamente su sostén y una muela de oro que se asoma cada vez que intenta sonreír; otros dos señores –uno de ellos también con guitarra– terminan la fila. De pie, con otro joven a un lado, el señor que acaba de tocar y cantar.

— ¿Cómo ves a mi sobrina?— Se refiera a la chica de la muela de oro.

— Pues bien…

— Si quieres ella te puede acompañar a tu cuarto, nada más me la cuidas mucho.

— Pero ahora no voy para mi cuarto, me falta mucho por caminar.

Como ya lo mencioné, son aferrados. Una vez dado mi argumento, afirma que no tengo por qué preocuparme, que le diga el hotel en donde estoy hospedado y ella me espera ahí.

Antes de realizar el viaje me dijeron un sinnúmero de veces que si lo que quería era sexo, el lugar ideal era Cuba. Incluso, alguien mencionó: “Allá todos somos Brad Pitt”.

Fue difícil, pero tras darle tres pesos e insistir repetidamente, logro convencerlo de que no me interesa que su sobrina me espere en mi hotel. Pero entonces, otra idea se le atraviesa en el momento: “Que mi sobrino te acompañe”.

No acababa de convencerlo de que no era necesario, cuando Rayniel ya estaba parado y listo para obedecer a su tío.

El fin

Faltan dos minutos para las diez de la noche. Estoy a unos cinco metros de la punta del malecón y veo venir a Rayniel hacia mí.

Primero que nada dice que pensaba que no iba a ir. Curioso, porque yo pensé que él no iría. Pero para bien o mal, ahí estamos los dos caminando de noche.

Cual déjà vu, mi ahora compañero de juerga dice: “Hay que cruzar aquí, ahí hay muchos policías”.

Justamente es el miedo a los agentes lo que nos hace rodear antes de llegar a nuestro destino. Durante la caminata pasamos frente al Paseo del Prado, un camellón que abarca más de 10 cuadras y que las imágenes de antes de la revolución muestran lleno de árboles y con burgueses en calandrias, con vestidos largos, bastones y sombreros; hoy sólo se puede apreciar al verde paisaje.

Es en ese lapso cuando Rayniel dice una de las frases que más se me quedará grabada de todo el viaje.

— Si te gusta una mujer me dices y yo te la consigo. Nada más que sea cubana y que no venga acompañada, porque ahí se nos acaba la fiesta.

Veinticinco o 30 dólares sustituyen el esfuerzo que normalmente representaría el llevar a una chica a la cama. Esta frase la repetiría a lo largo de la noche, aún después de que llegamos al antro, que más bien resultó ser el bar de un hotel que tiene fiesta hasta la una de la mañana. Ahí, sentado frente a la barra, apuro el primer mojito. Y vendrá el segundo y el tercero, mientras veo a un cubano besando a una israelí de pechos grandes que acaba de conocer instantes atrás. Y escucho a Rayniel preguntando: “¿Te gusta aquella?”.

 

 Roberto Medina Polanco. Aún no hay recomendación médica que lo separe del Twitter ni del café, aunque a este paso no tardará en llegar. Los ojos le lloran cuando lee, pero se resiste a usar lentes. Quiere aprender a cronicar cuanta cosa ve, pero mientras tanto, se dedica a echar a perder textos.