«En una ocasión el padre nos relató que una niña de nuestra edad nunca llegaba a tiempo a la escuela por levantarse tarde  y es que bajo su cama estaba el  diablo atizando el fuego de un brasero. La escena hizo tal fijación en mí que hasta la fecha cuando me da flojera levantarme, pienso en el diablo bajo mi cama y rápido me levanto».

 

Por Zoila Camarena

En el mundo cristiano se conmemoran algunas fechas como la Semana Santa, Semana de Pascua y el Viernes de Dolores, tradiciones de reflexión por la muerte de Jesucristo que hoy en día las hemos convertido en viajes y diversión.

        Mis padres eran asiduos asistentes cada año a la iglesia de nuestro barrio para las celebraciones de Semana Santa. Yo los acompañaba casi siempre y aunque sólo tenía seis años, ya sabía rezar. Que para mí rezar era repetir lo que oía cuando rezaban mis padres o las personas que trabajaban con nosotros.

 El Domingo de Ramos -comienzo de la semana mayor y antes de asistir a misa- compraban en el atrio o calles contiguas figuras hechas de palma fresca, para que el sacerdote las bendijera y ya benditas las ponían tras la puerta de la entrada de nuestra casa para darle así la bienvenida todo el año a Jesús, recordando tal y como lo recibieron en Jerusalén.

        El Jueves Santo por la tarde íbamos a la Catedral. Ahí veía como el Cardenal o el Obispo -yo no los diferenciaba por los colores de su vestimenta- les lavaba los pies a varias personas. Era un acto de humildad, me explicaba mi madre, ya que así lo había hecho Jesucristo con los Apóstoles. Yo no entendía la palabra, pero aquellos que traían huaraches y por consecuencia los pies sucios, los empecé a llamar apóstoles. Al terminar el oficio, salíamos a la plaza cercana a comprar empanadas, piezas de pan de harina rellenas de piña, fresa, camote, leche y cajeta, mi preferida. Esto para recordar la última cena del Señor con los de los pies sucios. No sabía que desde entonces les gustaba cenar empanadas.  

        El Viernes Santo, otra vez a la Iglesia, a cualquiera, porque en todas se rezaba el Vía Crucis. A mi tanto ir a la casa de Dios -como la llamaban- ya me estaba cansando, por eso ese día me entretenía viendo los cuadros, doce creo, que  colocados en la parte interior y alrededor de toda la iglesia tenían la pasión de Cristo.

        Entonces no entendía lo que era Pasión, pero por las imágenes que contenían aquellos cuadros aprendí cómo Jesús era castigado por culpa de Herodes, el personaje que en la escuela me enseñó mi maestra -la monja- quiso matarlo cuando nació, pero al no conocerlo, mató a todos los niños que habían nacido en ese mes. ¡Qué miedo le tendría a Jesús que logró su objetivo de matarlo haciéndole mucho daño antes!  Cómo lo golpearon, le hicieron cargar una cruz de madera de su tamaño, para clavarlo de manos y pies en ella, colocándole luego una corona de espinas y encajándole una lanza en el corazón. Yo salía de la iglesia llorando.

        El Sábado de Gloria me volvían a llevar a la iglesia y como me llamo Gloria, creía que sería un festejo para mí e iba muy contenta,  pero entrar a la iglesia y asustarme para mí era lo mismo. Empezaba a temblar al ver tantas figuras cubiertas de la cabeza a los pies por una tela morada. Mi padre me abrazaba para tranquilizarme y me decía que los Santos -que eran los que se escondían bajo ese color- estaban tristes por haber perdido a Jesús. Y el morado era el color de la tristeza.

          ¡Ahora me visto de ese color cuando estoy muy alegre, qué incongruencia!

        Domingo de Resurrección: ¡Ah, por fin! Llegó el día de ir a casa de mis primos para buscar en el  campo huevos pintados de todos colores;  al que encontrara los más bonitos, de premio, le daban huevos de chocolate. ¡Eso sí que me gustaba!

        El mes anterior a la Semana Santa, que varía de fecha según  la primera luna llena de primavera, juntábamos todos los cascarones de los huevos que nos comíamos, para pintarlos y tenerlos listos para el domingo de Resurrección. Eran huevos en el desayuno, huevos a media mañana y sopa de huevo en la comida. Eso sí, cenábamos otra cosa para evitar una indigestión por tanto huevo, pero a nosotros no nos importaba si conseguíamos más huevos que pintar.

        Me contó el monaguillo que le ayudaba al Padre en la misa -y que era nuestro vecino- que cuando pusieron el cuerpo de Cristo ya muerto en una cueva, cerrándola con una piedra, no se fijaron que un conejo estaba dentro y se quedó encerrado, pero el domingo un ángel quitó la piedra y Cristo resucitó, el conejo se asustó y salieron de la cueva los dos.

        En el susto el conejo se llevó los huevos -me imagino que de la coneja- y los empezó a tirar por todos lados en señal de alegría por haber visto un milagro. Yo creo que era cuento de mi vecino, pero los huevos cubiertos de chocolate estaban riquísimos.

        En víspera de la Semana Mayor era obligatorio por las monjas del colegio al que asistía, ir al templo de San Miguel acompañadas por nuestras maestras a oír las pláticas llamadas “ejercicios espirituales”, que eran una lluvia de palabras que algunas veces inundaban mis pupilas.

         En fila de dos en dos, agarradas de la mano y entonando cánticos alusivos a la Virgen, recorríamos las tres cuadras con los ojos bajos, pero no por  respeto a la Virgen, sino buscando en la acera las flores azules llamadas jacarandas, para pisarlas y gozar con su chasquido cuando reventaban. Al oír la canción que en su letra menciona: tus ojos de jacaranda en flor, me magino unos ojos con las jacarandas dentro  todas apachurradas.

En una ocasión el padre nos relató que una niña de nuestra edad nunca llegaba a tiempo a la escuela por levantarse tarde  y es que bajo su cama estaba el  diablo atizando el fuego de un brasero. La escena hizo tal fijación en mí que hasta la fecha cuando me da flojera levantarme, pienso en el diablo bajo mi cama y rápido me levanto.

        Corren los años entre sol, lluvia, frío y calor y al darme cuenta estoy en otros “ejercicios espirituales”, ahora de cuatro días de encierro, en el convento de las Madres Reparadoras.

        Entre rezos, silencios y alimentos se pasaron tres largos días. La última noche, deseando que fuera corta para salir, nos despierta la música y los cantos de varios jóvenes instalados a lo largo de la banqueta con la esperanza de al menos vernos a través de los vidrios de las ventanas. 

        A la mañana siguiente el tema fue la serenata y la curiosidad de saber a quién se la habían llevado. La complicidad de algunas monjas se delataba en su sonrisa. Definitivamente esto sí me gustó.

           El viernes antes a la Semana Santa lo conocemos como Viernes de Dolores, por la  devoción a la Virgen Dolorosa y en algunas casas del barrio de La Capilla de Jesús se ponían altares que presidía la Virgen de Dolores. Estos altares los adornaban con papel picado en blanco y morado, palomitas de algodón y grenetina, comalitos de cebada germinada, flores, confeti y esferas de cristal, uno o varios espejos, naranjas con banderitas de oro volador, ollas de barro, tapetes de flores y manzanilla  frascos de vidrio con agua de colores, ramas de trébol, incienso, pero sobre todo abundantes velas y veladoras de cera cuyas luces al prenderlas se reflejaban en los espejos, puertas y ventanas y al no haber luz eléctrica en esa época, producían una gran iluminación pareciendo un incendio. Algunas veces, por el aire propio de la temporada, las flamas de las velas alcanzaban algún objeto flamable y se producía un verdadero incendio

        En Guadalajara se recorrían por la tarde y noche las calles visitando dichos altares y preguntando: ¿Ya lloró la Virgen? En las casas con posición desahogada regalaban agua fresca de limón con chía, empanadas, capirotada, pero en las casas humildes decían que la Virgen lloraba muy poquito, por el sabor de las aguas desabridas.

        Actualmente  se trata de rescatar esta tradición y hay más de 20 altares en el barrio de La Capilla de Jesús, así  como varios más en diferentes museos; pero  el más espectacular es el de la Casa Clavijero que monta cada año Pepe Hernández.

Zoila Camarena. Aunque tiene ya mucho tiempo escribiendo, hace apenas su incursión en el mundo de la crónica, género en el que confiesa se empieza a sentir muy a gusto, pues tiene muchas cosas qué contar. Asiste al Taller Permanente de Crónica del FCE, le gustan los toros y la buena vida.