Esta es la historia de unos amigos que, como muchos, se aventuran por los caminos que el azar les ofrece, siempre guiados por el olor a mar, a alcohol y a mujeres. ¿Quién no recuerda unas vacaciones de Pascua en las que no aparezca como telón de fondo Puerto Vallarta? El que esté libre de pecado, que arroje la primera «chela».

Por Víctor César Villalobos “El Chiva”

Semana-Santa[1]

 

 

1

Memo quiso salir de la ciudad con sus compas porque su novia andaba con un coreano. De saber que en el calor y la playa de la semana de Pascua no caben los sentimientos de desamor, lo hubiera pensado dos veces.

–Güey, ¿y si nos vamos a Manzanillo?–. Les dijo Quique ya en la gasolinera de Las Cuatas.

Memo y el Damage se miraron, entre sorprendidos y ansiosos:

–¡A huevo! Sonrieron al unísono fuera del VW Golf que sería su casa por los siguientes 11 días.

    Para ese momento poco importaba que no llevaran ni toallas ni trajes de baño y sí en cambio sendos chamarrones, cobijas y casa de campaña: el destino inicial era Tapalpa. Compraron las papas, los refrescos y los chicles de rigor para el viaje y enfilaron a la costa de Colima.

2

El Damage recordaba de su infancia que sus papás le decían que olía a mar cuando iban llegando a Manzanillo. La verdad es que la pestilencia sólo era inherente al estero que daba la bienvenida a la ciudad portuaria de Colima.

    Después de pasar por todo el Boulevard Miguel de la Madrid buscando una playa, decidieron quedarse en Las Brisas, que lucía una baba verde que los disuadió de meterse al agua. Dejaron el auto en un trailer park atendido por gitanos. Ahí acamparían. Por la noche buscaron algún lugar para ligar. Las penas de amor se quitan “al estilo Jalisco”: con alcohol, rocanrrol y una hembra.

    Fracasados en el amor y la expedición, montan el campamento y duermen. Al día siguiente deciden partir hacia Vallarta. Al salir, los gitanos intentan comprarles hasta los calzones que llevaban puestos. Pagaron rápido y tomaron lo que ellos suponían “La costera” que no existe de Manzanillo a Vallarta. Se internaron en la selva. El mar no se veía a su izquierda. Sólo lo intuyeron. Siguieron el camino a ciegas.

     Memo platicaba profusamente de su desencuentro con Liberty, su novia gabacha, mientras miraba las curvas de la carretera y contenía la furia de su automóvil, domándolo para que no saliera del camino, largo y sinuoso como canción de los Fab Four. Cansados y a ciegas, como a eso de las siete de la noche preguntaron si esa carretera sí llegaba a Vallarta. «Sí, pero les faltan como otras tres horas». Harían diez de viaje.

Al avistar Mismaloya saben que están por llegar. Las curvas ya no se sentían. Urgidos por bajar del auto, pasaron de largo el túnel y el Río Cuale. Finalmente se quedan en otro trailer park.

3

Es domingo de Resurrección. El Malecón de Vallarta rebosa de gente. Todos beben licenciosamente. Algunas parejas, abrigadas en el anonimato de las multitudes, intercambian la ambrosía de sus bocas, apuran las manos hacia las más profundas latitudes o los más altos suspiros y se aman sólo por esa noche. Todo es una geografía de gemidos y seres amorfos, distorsionados por el alcohol. Todo en el Malecón es un bullicio de risas, de la música dance del Carlos O’Brien y antros circundantes; de las trocas que, como en pueblo, pasan a baja velocidad con la banda o el hip-hop -si de un low-rider se tratara. La Guadalajara joven y desmadrosa está ahí, celebrando el nuevo milenio botella en mano: Jesús murió para que tuviéramos vacaciones y excesos. Salud.

   Memo se ha aturdido sólo de caminar a la mitad del sinuoso y tonante camino junto al mar. Cabizbajo, se sienta a observar el oscuro horizonte y las olas. Quique y el Damage lo acompañan un rato, pero se aburren. Han buscado cualquier motivo para olvidarse del triste amigo y una chica que se acerca a platicar con Memo es el pretexto perfecto para buscar fiesta y compañía femenina. La temporada de caza ha comenzado al ritmo del «punchis-punchis» de las discos.

    El Damage da con unas chilanguitas de buen lejos y mejor conversación. Él y Quique departen y liban a la salud del amigo ausente. La noche avanza y los tragos hacen más fluida la fiesta. Las chicas, envalentonadas, deciden invitarlos a su casa. Se cooperan (entre ellas) con el taxi que los lleva a la Marina, justo a un lado del campo de golf.

    Los dos pobrediablos no dan crédito. Piensan en un futuro lleno de yates, fiestas de coctel y mansiones incluso mejores que por la que acaban de cruzar la puerta: desniveles, sala de juegos, alberca, jardín anexo al verde campo de golf… Herederos de emporios que cotizan en Londres, Tokio, Frankfurt o Wall Street. Disfrutando vacaciones en las Islas Griegas, con condos en la Riviera Francesa y así. Justo acaban de destapar la primera cerveza cuando parece haber agitación entre las anfitrionas que son primas. El hermano de una de ellas llegó temprano a la casa. Parece que si llegara a olfatear la presencia que manchare el honor familiar, sería capaz de sacar la AR-15, Kalashnikov o M-16 que desmorone a balazos los sueños de este par de pillos. Optan por salir hechos un girón de viento por el club de golf.

–Güey, ¿y el Memo? Pregunta, perspicaz, Quique.

El Damage, entre cansado y dormido, se encoge de hombros.

–Oye, Damage, ¿traes varo?

–No mames, si me salí de la casa con cien pesos y me los gasté en la gasolinera de Las Cuatas… Traigo como quince del águila.

–Pues ni péiper meit, ya nos tocaba caminar ¿Estará muy lejos?

–¿Qué hora es?– Pregunta el Damage, que por supuesto no trae reloj.

–¡Ah, chingá! Ya son las cinco.

–¿Y si esperamos el camión?

–¡Va!

A los dos minutos de espera en la esquina pasa el camión que los lleva directo al tráiler park.

4

La humanidad de Memo abarca el espacio de los tres en la casa de campaña. Quique lo mueve como si de un ballenato varado se tratase, mientras el Damage drena los últimos alcoholes de la noche. Se meten los tres a la casa donde a penas caben.

    Memo sale a correr una hora después; no tiene humor para escuchar las correrías de sus dos mejores amigo.

 

 

Víctor César Villalobos “El Chiva” (Guadalajara, 1978). No tiene mucho qué decir de sí mismo. Es melómano irredento y escribidor. Como Bartleby, preferiría no hacerlo; aunque a veces lo disfrute sádicamente.