Distintas tribus urbanas han cohabitado en los espacios sabatinos del Tianguis Cultural a través de los años; primero en la Plazoleta del Carmen, donde era contrastante la típica boda y los chicos con sus mejores garras y ahora en Plaza Juárez, donde converge la diversidad de los tapatíos.

 

Por Víctor César Villalobos «El Chiva»

Antonio vino con sus compas desde Analco. Les gusta vestirse tumbado, con gorra de béisbol y pantalones guangos. Escuchan rock de The Doors, Iron Butterfly o Led Zeppelin y se pegan a la mona. A veces el hambre se pone de a peso, pero como ni eso tienen… Nada que una vaiza y el cotorreo no disimule. Hoy es día de Tianguis, pero no de esos de exuberantes verduras, sensuales frutas de colores vertiginosos o juguetes y ropa chinos. Hoy es día de Cultu, el Tianguis Cultural de Guadalajara. Aquí, la gente es la que colorea la Plazoleta del Carmen. Llegan acalorados y sudorosos. Se instalan frente a la Iglesia, no les importa pisar el pasto o lo que queda de él: todo mundo lo hace. El Caguas, sentado ya bajo un raquítico árbol, se desgarra un calcetín. De su mochila saca una bolsa negra que contiene un botecito de Leche Sello Rojo. Rocía su mona y, santiguándose, repite el ritual de cada sábado: Boca/nariz//Boca/nariz y luego Nariz/boca//Nariz/boca. La mona va pasando de mano en mano, como una comunión. Amén.

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El edificio que testifica la Plazoleta del Carmen tiene un local abandonado donde maniquíes observan a Antonio llegar al Cultural. Su gabardina negra, estoperoles, botas y cabello a lo Robert Smith contrastan no sólo con el calor de sábado de primavera tapatía que le hace correr el rimmel por el pálido maquillaje teatral que lo proyecta como un ajado Brandon Lee en El Cuervo o algún secuaz del Guasón, sino con los invitados a una boda que se atrincheran detrás del Grand Marquís con moñitos que espera a los novios que salgan de la iglesia. Él y otros amigos darketos compraron vino tinto California en tetra pack, que toman profusamente en los puestos de música gótica donde Therion, Cannibal Corpse, Dead Can Dance, Bel Canto o Cranes imperan sobre el negro de sus atuendos. Edgar Allan Poe se hincharía de orgullo hasta estallar como un globo de gas ante una estufa. But never, never more.

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Antonio paró primero con Doña Carmen a unas cuadras de su casa, compró su guato de a veinte y se lo amarró bajo sus dreads (vulgo, rastas). Así, evita que si “la tira” lo “basculea”, le encuentren las “broncas”. En su walkman suena Peter Tosh y la clásica “Legalize It” cuando llega al Cultu. Ya Bob Marley es dueño de la parte rasta de la Plazoleta y el olor de la hierba es imperdible, pero no privativo de la tribu jamaiquina. Antonio baila con Rosa al ritmo de La Celestina, que está en el forito de la fuente: “Va para arriba/para arriba/ va para arriba /con la banda positiva”.

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A Antonio sólo lo narcotiza la música y el “under”: la música en sí misma es un viaje. En el Cultu sabe que encontrará LPs, EPs, sencillos y otras grabaciones raras o “desconocidas” de sus músicos favoritos en cassettes grabados. Llega con David de Anda con el fervor de quien va a ver al Oráculo que le diga su futuro, pero va a comprarle una grabación de Pink Floyd que para él será una joya que toque en su vieja grabadora Sony incesantemente hasta que la cinta se rompa. El “under” lo hace sentir especial, alternativo: entre pares.

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El cabello largo esconde la cara de Antonio mientras busca dentro de su morral el tarro de miel con honguitos recogidos un día de pinta cuando se fueron a La Primavera. Sus huaraches dan fe de cuántos kilómetros han pasado desde que eran una llanta. Llega y saluda a Carlos Flores, su gurú personal de seres metafísicos, lociones, oraciones de arcángeles, energías y divinidades olvidadas. Un iniciado que vende desde el Baghavad Gita, La vida de Budha, Los Doce Arcángeles, hasta varitas de incienso, pasando por deidades mayas, incas y mexicas, Patchamamas, similares y conexos. Viene por consejos para un buen viaje con el humito.

Antonio pasa al lado de los “motorratones” que detrás de sus lentes oscuros y su uniforme azul están detectando a cuanto pacheco-toncho-borracho se acerque al radar de sus sospechas. Aguanta el aliento.

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Antonio fue objeto de bulling y burlas en su escuela durante toda la semana por el fleco que le tapa media cara, por su delgadez, por la ropa oscura y sus intentos de rasgarse las venas que tapa con mangas largas a pesar del calor. Espera con ansias el sábado para reunirse con sus amigos a jugar Yu Gi Oh!, comprarse una manga de Evangelion y un tejuino del carrito de Mexicaltzingo.

Toma su pantineta y hace unas piruetas alrededor de la vela que se erige con serpientes y todo al Benemérito de las Américas antes de llegar al corazón del Tianguis en el corazón de la Calzada y 16 de Septiembre

Un metalero le pone un zopapo.

— ¡Ora, pinche emo joto!

Antonio baja la mirada y esquiva otra mentada. Sabe que pronto estará jugando con sus amigos.

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Antonio, de camisa hawaiiana, suelta los dreads de cobre engarzados en su cachucha de camionero cuando escucha la canción de Jefferson Airplane que tocan los músicos de este sábado en la Plaza Juárez: Pareciera que baila con el edificio roído que está en la esquina, del lado de la Calzada y que su pareja es el Monumento a Juárez. Sus giros y sus gritos le hacen parecer un derviche extasiado. La mirada del primer Antonio a veces perdida por el efecto del toncho, a veces perdida por la claridad del calor de primavera. De mandíbula hundida y la ropa tumbada mira entre sueños y debajo de su gorra de beibolista a ese otro Antonio que en años y sitios diferentes goza de los rayos de sol y la música: la diversidad del Tianguis Cultural.

Víctor César Villalobos “El Chiva” (Guadalajara, 1978), no tiene mucho qué decir de sí mismo. Es melómano irredento y escribidor. Como Bartleby, preferiría no hacerlo, aunque lo disfrute como masoquista.