Para hablar de Cuba hay que meterse en temas económicos, sociales y hasta etílicos; pero… ¿y las telas?

Por Roberto Medina (@chinomorocho)

– ¿Qué pasó? ¿Por qué le dijiste que no a la señora?

– Es que…

– Si casi ni traes equipaje.

 El sujeto mide poco menos de 1.70 m. Lo sé porque, si las palabras fueran cuchillos (o al menos así lo habrían sido en ese intento de conversación), éstas habrían dado de lleno en mi cuello.

 – Si quieres puedes revisarlas y llevártelas en la mano, no tienen nada.

 – No. En verdad no puedo ayudarles.

 Su piel es morena clara, tiene ojos de color, el cabello con rayos de color güero y seguramente ya superó los 40 años. Un prototipo cubano que, aunque no se piense así debido al sol excesivo que cae sobre la isla, es común ver caminando por el malecón de La Habana.

Serán los genes, la comida o el trabajo lo que hace que los cubanos puedan presumir un cuerpo con músculos por doquier; el que ahora mismo tengo en frente, en la sección de vuelos internacionales del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, no es la excepción.

***

 Hace más de 12 horas que estoy en el aeropuerto. Y es que el último vuelo de Guadalajara hacia la Ciudad de México, en la aerolínea más económica que estaba disponible, salía a las 17:00 horas del día anterior, por lo que antes de las 19:00 horas ya estaba bajando del avión en la capital.

Pero eso ya pasó. Es domingo y el reloj dice que son las 6:30 horas. Estoy en la fila que lleva hacia el registro de maletas (no vaya a ser que uno quiera atentar contra Fidel y sus barbas), para después avanzar hacia el mostrador y recoger el pase de abordar que me permitirá llegar a mi destino: Cuba.

Una hora antes no había fila ni maletas. Ahí fue el primer acercamiento.

– Hola, ¿Vas para Cuba?

Su rostro es de aquellos que le hacen un favor a los moneros: cara grande y carnosa; labios pequeños con exceso de pintalabios; arrugas que se resisten a morir enterradas bajo el maquillaje; piel blanca sobre la que unos ojos pequeños me miran con simpatía y una boca trata de sonreír y hablar al mismo tiempo.

– Así es.

– De seguro te va a encantar. La gente es muy amable.

– Sí, me han platicado.

– Allá no te encuentras violencia ni nada de eso. Aquí también es muy bonito, pero hay muchos riesgos.

El cuerpo sobre el que descansa el rostro antes descrito pudiera ser la antítesis del cliché en las mujeres cubanas. Quizá sea por la falta de ejercicio o la dieta llevada durante sus tres años en México, pero unos pantalones ajustados que se resisten a quedarse en su lugar delatan que tal vez antes hubo menos kilos de por medio.

Pasan los minutos y no parece tener la intención de retirarse. Como no lleva equipaje en mano, pienso que su interés no es viajar a su país de origen. Habla de las mujeres –“a los hombres le gustan mucho las mujeres de allá, son muy hermosas”– y de la comida; también de cómo uno se puede recargar en el malecón de La Habana y observar el mar al caer la tarde –“cosa que uno no puede hacer aquí en el DF”–, hasta que, después de tantos rodeos, suelta el zarpazo.

– Necesito que me hagas un favor.

– ¿Cuál?

– Tengo una hija que se dedica a hacer ropa, pero las cosas allá son muy caras. A ver si tú le puedes hacer llegar una bolsa con telas.

– Oh…

Sigue hablando. El asunto de las “cosas caras” le da pie para hablar de la necesidad. De cómo la gente trabaja y se lleva, en promedio, 12 dólares al mes. La economía cubana es un tanto complicada de explicar en unas líneas, pero se puede decir que un dólar equivale aproximadamente a 85 centavos de peso cubano convertible –la moneda que le es útil al turista–, y que un plato con bistec de cerdo, arroz y verduras tiene un precio cercano a 4.50 pesos cubanos convertibles. Otro ejemplo para explicar la proporción de la miseria es el costo por acceder a internet: media hora tiene un precio de cinco pesos cubanos convertibles (sí, más de 5 dólares).

Ya pasaron cerca de cuatro minutos desde que me dijo la razón por la cual conversa conmigo en ese momento. Vuelve a la carga.

– Entonces, ¿te traigo la tela?

– Lamento no poder ayudarle…

– Pero, ¿por qué? Si quieres puedes revisarlas.

Trato de maquilar todas las excusas posibles. La primera que se me viene a la mente es que soy demasiado descuidado y que por lo tanto ni siquiera mi equipaje está a salvo (cosa que no es del todo incierta). También le digo que temo quedarle mal y no hacer llegar la tela a su destinatario.

– No te preocupes, yo ahorita les llamo, y cuando llegues va a haber gente esperándote para que le entregues la bolsa.

– En verdad lo siento, pero no.

Días después comprenderé que pocas situaciones son más complicadas que decirle que no a un cubano. Pero en este momento trato de lanzar cualquier tipo de palabrería hasta que, al fin, resignada, la cubana regresa a la mitad del pasillo, en espera de los otros viajantes.

Son cerca de las 6:00 y me decido a dar otro paseo por los pasillos, en espera de que inicie el registro de equipaje.

***

– Lo único que te está pidiendo es que lleves una bolsa, si quieres te la puedes llevar en la mano.

No grita. Pero tampoco hace falta. La expresión del hombre de piel morena clara y ojos de color es la de alguien que ha chocado y está dispuesto a golpear a quien quiera que haya sido el otro conductor.

Las excusas vuelven a salir. El argumento de que allá habrá gente esperando el encargo, también.

En este momento los viajantes se pueden contar por decenas. Entre los equipajes destacan televisores y otros equipos electrónicos a los que al cubano promedio le es imposible acceder.

La señora a la que momentos antes rechacé –y por lo cual me reclama el cubano que tengo enfrente– ahora es acompañada por otra mujer de aspecto más joven, y habla con las personas que hacen fila delante de mí.

El cubano se resigna. Lo único que le faltó a su expresión de rechazo es la mexicanísima mentada de madre. Pero en lugar de eso aprovecha su tiempo con las otras personas de la sala.

Observo el modus operandi. Quienes titubean en decir “no” son quienes terminan llevando el encargo. Y es que mientras piensan su respuesta, el cubano toma la maleta deliberadamente y la lleva hacia donde están las telas; y no sólo eso, sino que después de haber conseguido que el viajante acepte, se toma la libertad de abrir los otros compartimentos del equipaje para sugerir el espacio en el que podría caber más tela.

La gente que accedió a llevar una bolsa termina cargando con, por lo menos, otras dos.

 ***

 Una vez en el aeropuerto José Martí, en La Habana, frente a la casa de cambio, un sujeto llegó hacia donde estaba un señor formado detrás de mí; le dijo alguna frase y, acto seguido, abrió la maleta para sacar una bolsa azul. Nadie dijo nada, ni hubo esas miradas de extrañeza que de seguro en México no habrían faltado.

Incluso, llegué a pensar que, por una bolsa de tela, absolutamente nada hubiera pasado.

 

Roberto Medina Polanco. Aún no hay recomendación médica que lo separe del Twitter ni del café, aunque a este paso no tardará en llegar. Los ojos le lloran cuando lee, pero se resiste a usar lentes. Quiere aprender a cronicar cuanta cosa ve, pero mientras tanto, se dedica a echar a perder textos.