Que sea el lector quien ponga cara y cuerpo a los protagonistas. Y que decida, de paso, si realmente se trata de una historia de ficción

 

Por Roberto Medina (@chinomorocho)

Hace un rato que el suelo le cala en las rodillas. Tiene la mirada al frente; observa las paredes mal pintadas con pequeños agujeros, espacios que antes ocupaban diminutas tachuelas que sostenían pósters de los grupos de antaño.

    Recuerda que debe seguir moviendo la cadera. Atrás y adelante. Atrás y adelante. El ritmo es importante. A veces lento; por lapsos se vuelve más rápido y los muslos lo resienten. El sonido de los cuerpos al chocar es lo único que logra sacarlo de su ensimismamiento. Pero entonces ve el escritorio que queda frente a él y piensa que necesita uno nuevo que pueda albergar cada uno de sus libros. Quizá -tan sólo quizá- después caerá en que esas ideas deben quedar de lado cuando se tiene sexo.

    El miembro, enfundado en un látex sin el cual todo sería más divertido, entra y sale. Desde hace unos minutos que lo hace mecánicamente; por la inercia de la situación misma. Ya no siente nada. La sensibilidad se fue. Será el cansancio o el grueso del condón, pero él no se rinde. Pone sus manos sobre la cintura de la compañera que está a gatas frente a él. Recorre su espalda lisa. La rodea con las manos y toca sus senos, tibios, blandos. Después hace el recorrido de regreso hasta llegar a los muslos. Nada. La sensibilidad no regresa. Pero él seguirá hasta que ésta retorne o la flacidez lo obligue a terminar el primer round.

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Los brazos han comenzado a temblarle. Por eso a veces lleva los codos hasta el suelo y consigue dos ventajas: descansar un poco de estar sosteniéndose y esconder la cara para evitar falsas expresiones orgásmicas.

    Gemir en tonos mayores está prohibido. Ni un ruido debe salir de esa habitación. Aunque no hace falta: desde hace unos minutos que la falta de placer no la obliga a emitir sonido alguno.

    Voltea a un costado. Ve el polvo acumulado en las esquinas, pero divaga en lo políticamente incorrecto y poco considerado que sería decirle a su compañero «deberías limpiar tu cuarto» mientras la penetra. Por eso calla. Se concentra en lo incómodo que resulta estar con las rodillas haciendo presión contra el suelo, con todo y que hay una sábana de por medio.

Toma la iniciativa. Una mano se queda sola en el piso y la otra va hacia su sexo. Hace por estimularlo; por invocar a esa humedad que se extingue como una pequeña llama ante el inminente término de la mecha. Siente cómo él también lo intenta, probablemente en más de una ocasión, pero no tiene mejor suerte.

Suficiente. Más vale apresurarse para descansar en esa cama que rechina a la menor provocación. Tensa los músculos. Agita la respiración. Se muerde los labios, como si lo contrario provocaría un grito penetrante. Relaja los músculos. La respiración baja. Se acabó.

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— ¿Te gustó?

— Nada más placentero que hacerlo contigo.

 

Roberto Medina Polanco. Aún no hay recomendación médica que lo separe del Twitter ni del café, aunque a este paso no tardará en llegar. Los ojos le lloran cuando lee, pero se resiste a usar lentes. Quiere aprender a cronicar cuanta cosa ve, pero mientras tanto, se dedica a echar a perder textos.