Para el Pollito, alias Bruno,
porque sin saberlo me fue dictando las palabras.

 

– ¡Perdidos por mil, perdidos por cientos! ¡No sé quién nos manda estar aquí, sufriendo!

Antonio se queja, hace un gesto duro con la mandíbula, se acomoda el sombrero, entrecierra los ojos. Es una tarde soleada, pero no importa: hay en los hombres una tristeza de tigre ciego que la rabia disimula. Al fin tristeza, al fin rabia y al fin ceguera.

De un pequeño empujón apura a Bruno. La ciudad se aleja sobre esos pasos y atrás va quedando un animal domesticado por el cemento: es el río, la única cosa viva que veremos.

***

– Ven aquí, Bruno, siéntate. No pensemos en nada, nos emborracharemos.

Pero no se emborracharán. Con trabajo comerán pan con mozzarella en ese pequeño restorán donde no venden pizzas. Es curioso: en los restaurantes italianos no venden pizza. Bruno igual come. Está feliz, salvo por ese pequeño momento de distracción cuando Antonio hace cuentas y va repasando por frente a sus ojos lo mucho que costará ese distractor con queso y ajo. Luego le acerca el vino ¡Si supiera tu madre que te hago beber! Acaso Bruno tiene más problemas que contar dinero o emborracharse: los cubiertos se le rebelan, se niegan a partir el pan, sufren de espasmos al ser tocados por sus dedos primerizos ¡Negarse a partir un pan, qué humanidad vil hay en los cubiertos! Pero las manos, esas arañas cojas de tres patas completas, saborean una venganza que los cubiertos ni sueñan: el masaje de una lengua que agradece en sus lomos la oda del bolo alimenticio.

***

Antonio hace cuentas sobre la mesa: doce mil de sueldo, dos mil de extraordinarios, más los subsidios familiares… De algo nos hemos perdido, porque ni Bruno, ni dios, ni el diablo, ni el que esto escribe, saben cómo es que a Antonio le resultan 800 liras diarias. Las matemáticas italianas son surrealistas: por alguna razón los periódicos publican que cada día son robadas 30.5 bicicletas en el centro de Roma. Pero nadie explica de dónde ha salido ese artista del robo que por las mañanas hurta bicicletas en mitades y por las noches pretende exigir cenas completas. Lo justo es lo justo, pero en Italia un ladrón de bicicletas enteras ha decidido aparecer injustamente en la historia, y desde la Puerta Fortese ha huido con el patrimonio de Antonio, y con ello se ha llevado, sin saberlo, el sueño de las 800 liras. Y ahí está el centro de las cosas –dice Antonio- : ¡Mejor que un rey! ¡Y uno tiene que dejarlo!

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Antonio aprieta la mandíbula de nuevo, pero esta vez no es la rabia quien empuja, esta vez es el ojo que le arrancaron con la bicicleta. Ojo por ojo, va pensando mientras Bruno le pisa la sombra. Italia es un basurero después de la guerra. A los edificios inválidos hay que agregar los trapos que la gente se unta para disimular al país en ruinas que no logra levantarse de la derrota. No hay color en las camisas, no hay color en los pliegues de los sacos, no hay color en los pantalones raídos; los italianos levantan alto los pies como si marcharan, andan con un andar de autómatas y lo hacen por una razón muy humana: temen ser confundidos con sus sombras. Para colmo: ríen una vez al día, y eso, la sonrisa, es lo único que la sombra no reproduce; en Italia hasta las risas son un oscuro misterio que se arrastra.

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Hay calles anchas que son blancas como un montón de gansos y están solas; si la muerte pasara por ahí nadie vería su presencia. Las calles oscuras son otra cosa: cualquier italiano sabe que la muerte es un animal friolento, prefiere las multitudes, ama –si es posible decir que hay amor en la muerte- ama, decía, alimentarse de un tibio hacinamiento, se lame los bigotes frente a las multitudes distraídas, frente a lo repentino de llegar y gangrenarlo todo. La democracia de la muerte es una novedad de las guerras, una de las pocas modas al alcance de cualquier italiano este lunes de 1948.

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¡800 liras y no poder nada contra el robo de una bicicleta!

Todo es surrealista en la República italiana posterior a Mussolini. Tan surrealista como un partido de fútbol en pleno lunes, unas calles vacías y al otro lado, como una tentación fulgurante, una bicicleta estirando su sombra como un gato amodorrado. Es un lunes cualquiera en Italia, donde los gatos se disfrazan de sombras y las bicicletas son mujeres recargadas en las esquinas, listas a pasar de mano en mano, de pie en pie. Las bicicletas son la nueva perdición de estos hombres sin trabajo. Esta noche romana las prostitutas dormirán soñando que tienen llantas.

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Lo que sigue es muy rápido, todo sucede con la velocidad de un relámpago seco: Antonio ve la oportunidad, la toma, agarra por los cuernos una bicicleta que no es la suya y no siente la misma adrenalina de un italiano tomando prestada una mujer ajena; siente vergüenza. Huye. Pero esa vergüenza y otros diez romanos desempleados lo alcanzan. Todo sucede frente a Bruno, su hijo: los jalones, los gritos, los cachetazos, los empujones. Pero sobre todo la miseria. Todo lo desconoce la miseria. ¡La miserable miseria que no sabe cuán miserable es!

Antonio y Bruno vuelven a casa. Sin bicicleta, ahogados en la vergüenza triste de los pobres. Tienen sólo sus manos y se las regalan. Los vemos desaparecer como desaparecen los que no tienen una casa, un jardín, y juntos tienen todas las desgracias del mundo. Tienen sus manos y es todo. Yo vuelvo a casa caminando. Pienso en ellos, en que no quiero esa tristeza de tigre ciego dando lástima. Tristeza de ciclista echado de su paraíso rodante. Tristeza de miseria, de porca miseria que nadie sabe en qué momento nos toca y nos espanta…

 

Basado en El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica (1948).

 

Háblame del mundo. Fue medalla de oro en ciclismo de montaña dentro de los Juegos Panamericanos pero no subió al podio porque le deprimen los homenajes. También obtuvo el bronce en lectura de cien letras libres y plata en poesía rítmica. Los descalificaron en el maratón por no responder a una pregunta de cultura general.